«Un último deseo»

Fue un domingo cualquiera. Esos de comida familiar y sobremesa interminable frente a la chimenea. Cuando pensábamos que nuestra abuela se iba a quedar traspuesta empezó a hablar con su voz dulce pero firme: "Hace diez años murió vuestro abuelo. Le he guardado luto y he mostrado respeto a su memoria. Pero le amé a la fuerza, fue una imposición de mis padres, y yo, como tantas otras, después de rebelarme, acabé aceptando mi destino con resignación y obediencia. Los latigazos de mi padre con el cinturón, los interminables encierros en mi habitación cuando eran las fiestas del pueblo (la barra de hierro que colocó en mi balcón lo hacían infranqueable); las humillaciones de mi hermano cuando aparecía a caballo por la plaza y me agarraba del brazo para alejarme de su presencia y de la del resto de la pandilla; los tres años encerrada en el Convento de las Adoratrices, … Cuando salí, mis padres se habían trasladado del pueblo y yo estaba prometida con vuestro abuelo. Lo mejor, la llegada de vuestra madre y vosotros. Me queda poco tiempo. Y quiero volver a verle. ¿Descabellado? quizás. ¿Indecoroso?. No me juzguéis. Necesito verle. Quiero saber de él. Quiero verle para poder morir en paz." No entendíamos a quién se estaba refiriendo. Jamás habló de otro novio ni nada parecido. "-¿De quién estás hablando, abuela? -dije-. "¿A quién quieres que busquemos?" -añadió mi hermana, más sagaz que yo-. Al cabo de unos minutos teníamos nuestros móviles conectados y cientos de búsquedas en marcha. Nos costara lo que nos costara lo conseguiríamos, por ella, que jamás había pedido nada. El estigma de la pobreza en los años cincuenta pesaba demasiado. Un pobre labrador no tenía derecho a una señorita de buena familia aunque su amor fuera casto, apasionado y real.