Tengo un problema. Es en serio, prestadme atención.
Desde que adopté la personalidad de la protagonista de mi novela empecé a ser feliz.
Y no solo yo.
Mi marido, por ejemplo. A ese ser rastrero le pone ella mucho más que yo. Llevaba años sin mirarme, no digamos tocarme, y ahora me lo tengo que quitar de encima a cada paso que doy. Claro, como ella lleva lencería sexy, vestidos ajustados y le hace cosas que yo no le haría. Y pienso, ¿tendré derecho a ponerme celosa? Porque técnicamente somos la misma, no es una infidelidad, son mis manos las que le tocan, mi boca la que le besa.
De los de la oficina no quiero ni hablar. Veinte años de amabilidad y galletas los viernes para que me lo paguen así. Que sí que ingeniosa te has vuelto, que estilosa, que resolutiva, pareces otra. ¡Es que soy otra! ¿O no?
A mi jefe le pongo nervioso. No sé si es la medida de mi falda o que ya no me dejo avasallar y no puede enmarronarme día sí y día también. Por lo pronto, he reducido mi carga de trabajo a la mitad y salgo los viernes al mediodía, que es lo que marca mi contrato. Cansada de ser la tonta de la oficina es poco. Ni galletas ni horas extra, se acabó.
A los niños me los ha cambiado, estoy por decidir si son aliens o robots, pero mis niños no son. Años batallando para que recogieran su habitación e hicieran los deberes para que ahora lleven una disciplina militar sin rechistar. Es que la nueva tiene una mala ostia de cuidado, yo creo que se pasa, seguro que les causará un trauma infantil. Eso sí, la casa da gusto verla. Hasta les ha puesto a fregar los platos en días alternos. Llevo la manicura impecable desde hace una semana.
Y el caso es que, cómo os decía, soy feliz. Pero, debo reconocerlo, estoy celosa de ella, empiezo a odiarla sin remedio. Tan perfecta, tan expeditiva, tan exitosa. Todo lo hace bien, ¿puede haber algo más insoportable que eso? Lo que más rabia me da es que ya nadie se acuerda de mí. Solo yo sé que sigo existiendo debajo de este nuevo barniz, tan brillante y llamativo.
Y estoy atada de pies y manos, porque matarla significa volver a una rutina sin sexo —pero con galletas— y, sobretodo, ser invisible de nuevo. Me he acostumbrado a que me admiren y me tengan en cuenta. Me gusta como brilla este barniz y no tener que fregar los platos es un plus. Creo que la mantendré con nosotros un tiempo más, a ver si les enseña a poner la lavadora y consigue que mi jefe me ascienda.
Bienvenida a la familia.
Bravo