Las cuatro de la tarde, el aire acondicionado no funcionaba. Me había refugiado en la habitación del fondo, tendida sobre una pequeña cama con sábanas de algodón. El calor era asfixiante pero nunca me gustó ir desnuda por casa así que llevaba tan solo una fina y desgastada camiseta que dejaba ver mi silueta al trasluz. Necesitaba algo de frío y no me quedó más remedio que recurrir a unos cubitos del congelador. Primero los dejé caer por mi frente, después por mi cuello. Fui rozando mis pechos hasta que mis pezones endurecieron excitados. Estaba a punto de bajar más allá, haciendo círculos alrededor de mi ombligo, cuando llamaron a la puerta. Aquel estado de embriaguez se cortó en seco pero mis dedos seguían buscando llegar al orgasmo.
Volvió a sonar el timbre. Esta vez no paró.
Tuve que desistir de aquella siesta placentera y orgásmica.
Era mi vecino del piso de al lado. Llevaba tan solo un pantalón blanco corto. El sudor le caía por el cuello, por el pecho y sus ojos verdes estaban pidiendo algo más.
—¿No tendrás algo de hielo para dejarme?
Sonreí. Me acerqué al congelador y metí cuatro cubitos en una pequeña bolsa de plástico.
—Aquí tienes.
Entonces se abalanzó sobre mí e introdujo la bolsa de hielo entre mis piernas atrapándome con su fuerte brazo por la cintura. Me dejé llevar hasta la pequeña habitación sin percatarme que la persiana estaba subida y dejé que sus manos jugaran con mi cuerpo. Deslizó uno de los cubitos a través de mi abdomen hasta llegar al clítoris donde lo atrapó con su boca y lo masajeó sin que yo pudiera detenerlo. Mi espalda reptaba, mi pulso se aceleraba mientras mis piernas temblaban de gélido placer, hasta que la elevada temperatura consiguió derretir el frígido hielo.
Está genial, enhorabuena.
Saludos Insurgentes