Para algunos, un realismo perturbado. Para otros, la humilde intención de idealizar la realidad y dotarla de historias inauditas. Convertir el mundo real en una novela es algo muy peligroso. Los ignorantes lo tacharon de psicópata. Para mí, iba mucho más lejos. Pero bueno, puede que yo también forme parte del delirio. Igual las letras me arrancaron la noción de la realidad a mí también.
En un comienzo, conforme se hallaron los primeros cadáveres, deseché la idea de un simple lunático. El detallismo era espléndido. Tétricamente excepcional. No sólo por lo minucioso del asesinato, sino por los escenarios. Los cuerpos se hallaban decorados y en posturas poco fortuitas. Cada escena del crimen era un cuadro. Sombríos como lienzos goyescos. En uno de los casos, una novicia madre fue víctima de un terrible homicidio. Cuando arribamos, dimos con el bebé entre los brazos de la difunta, quien apoyaba sus dientes sobre los pechos del rorro. Aun siendo un simple inspector en vías de aprendizaje, tomé algo más de protagonismo en el caso aquella noche, cuando señalé un detalle casi inapreciable:
—Es “Saturno”, de Rubens.
Toda aquella escenografía era una macabra imitación de la obra. El asesino hacía de sus genocidios una representación artística. Teatro, cine, escultura, literatura… Referencias inusuales. Y yo, que tanto leía, tanto escuchaba y tanto veía, tomé un rol protagonista en la investigación de un sociópata que aspiraba a ser una prima donna desalmada. Tan sanguinaria como inescrutable.
Al poco tiempo, me propuse indagar por entre las obras que el homicida nos otorgaba como obsequios, a fin de hallar una correlación, más allá de los pinceles y objetivos. El número siete fue un magnicidio. Junto al cadáver, desvencijado por completo, la pared lucía una lista trazada con la sangre del occiso. Los siete pecados capitales. Eludía a “Seven”, película de David Fincher. Al parecer aquel adinerado no era más que un canalla. Y se le culpó en pos de su muerte de tropelías diversas. Me es difícil sentir lástima por sujetos de dichos ademanes. Bajo tierra lucen mejor que vivos. Es una opinión algo controversial. Supongo que yo también albergo la demencia en mí.
Una de mis intervenciones más meritorias, fue el caso de un imberbe adolescente de dieciocho años. Fue el cadáver más pulcro. Se hallaba flotando sobre la bañera. En la camiseta, alguien había escrito a rotulador: “Perdedores”. Y en la pared, sobre la bañera: “Tú también”. El comisario lo tomó erróneamente por una provocación. Nada de eso. La alusión era tan clara como precisa:
—“Tú también flotarás”. Es una referencia a la novela “It”, de Stephen King. “Perdedores” es el nombre del grupo de niños.
A partir de entonces, me tomaron por esencial en comisaría. Algo que no resultaría una casualidad. A los meses di con un detalle de un interés inmenso. Topé con unas lecturas atrayentes. Breves y siniestros relatos misteriosos de autor anónimo. En cada uno recurría a un pseudónimo distinto. No obstante, la similitud de estilos era certera. Consulté a las editoriales para saber de la identidad del novelista. Todas respondían de igual manera: “No sabemos quién es. Él nos envía historias muy buenas desde distintas direcciones. No da más información y no reclama beneficio alguno. Es extraño y misterioso, pero lo cierto es que hacía mucho tiempo que no ingresábamos dinero de esta forma”. Pero ¿Por qué tanto interés en el anónimo? Porque aquellas historias, que tanto reavivaron el apetito literario de la multitud, narraban los mismos casos a los que hacía frente. Mismos escenarios, mismos crímenes. Y el protagonista de la diégesis, no era otro que yo mismo.
No hice mucho ruido. Me limité a leer y adelantarme al porvenir. El remate se aproximaba. Según las páginas, el valeroso agente pondría fin a los días del criminal más temido. Para mí, eso era un imposible. Nunca dispararía contra otra persona. Por muy ruin y depravada que esta resultase. Acudí al encuentro postrero en soledad. Tomé la determinación de sumergirme por completo en su recreación. De haberlo sabido antes, habría salvado más de una vida. Si hubiese leído un poco más…
El encuentro se produjo en un parque a las afueras de Barcelona. Tal y como quedaba prescrito en la última novela de una trilogía encarnizada. Avisté al malnacido. Para mi sorpresa, no era ni mucho menos un escritor de pacotilla. Sino uno de los grandes. De los que abanderaron la denominada última etapa de oro de la literatura. Me contempló con osadía:
—Así que al fin diste con mis libros. No ha debido de ser muy difícil. Son todo un éxito.
—¿Por qué haces todo esto? Eres un simple maniático, como muchos otros.
—Sabes perfectamente que no. La literatura estaba moribunda. Mi querida y preciada literatura. Mira ahora. Miles y miles de ventas. Se habla de más de un millón. Las editoriales recobran vida gracias a mí.
—¿Por qué matas a esa gente?
—Porque la gente necesita una historia en sus vidas. La gente ama los asesinatos. El humano es así de morboso y pérfido. Yo, les he dado una historia. Y tú, eres el héroe que ellos necesitan. Tú eres parte de todo esto.
—¿Por qué quieres que te mate?
—Porque es el final perfecto. El héroe matando al villano. Estoy dispuesto a sacrificarme para terminar como es debido.
—No pienso matarte. Que le zurzan a tu historia.
—Un acto heroico. Tal y como preveía.
Rompió su propio guion. Del arbusto más cercano, sacó a una de mis tres hijas. La acechó con una navaja y se predispuso a una conclusión fúnebre. Le disparé. Más de una vez y más de dos. Todo fue grabado por las cámaras de seguridad del parque. Las imágenes se hicieron públicas. Me convertí sin desearlo en dicho héroe. Él venció. Su historia fue un best-seller. La literatura se alzó con poderío.
Cruzar la línea que separa la ficción de la realidad es peligroso.