Me gustaba ir a la escuela pero un ejército de circunstancias armado hasta los dientes me lo impedía con demasiada frecuencia. Era hijo, nieto y hermano de campesinos. No hace falta decir a qué me dedicaba yo pues sería una obviedad. Tampoco considero necesario mencionar cómo el sudor, el hambre y la cosecha se entremezclaban con “palabras de mayores” que no entendía y que papá insistía en rimar: opresión, explotación, revolución y otras tantas “-ión” que rebotaban contra las paredes del granero cuando se reunía con el resto de campesinos de la zona al ponerse el sol.
Con tan pocas clases en mi haber, me autoproclamé experto en la tabla del dos y en recitar el abecedario. Tanto es así, que este último lo llegué a analizar de mil maneras y siempre llegaba a la misma conclusión: la letra “q” estaba en el lugar equivocado. Juro que tiene una explicación. Para mí las letras raras se situaban al final de la lista: la “w”, la “x”, la “y” o la “z”. Sin embargo, la “q” camuflaba su rareza rodeada de compañeras más comunes del abecedario ocupando un lugar que no le correspondía.
Creo que papá siempre se sintió como la letra “q”. En una posición que no era la suya. A pesar de su arduo trabajo, su constancia, sus largas jornadas y su inconmensurable esfuerzo, no veía recompensa. De hecho, era pisoteado y humillado. Tenía que experimentar cómo sus derechos eran diezmados en favor de aquellos que tenían más, de los propietarios de la tierra que labraba. Aquellos llamados nobles y que de nobles, precisamente, no tenían nada.
Las calamidades que tuvimos que sufrir como consecuencia de todas esas injusticias, hicieron rebasar la paciencia de papá quien, sin buscarlo, empezó a liderar un movimiento cada vez más fuerte. Todo comenzó con pequeñas conversaciones entre unos pocos campesinos a las que siguieron grandes reuniones clandestinas en el granero adyacente a nuestra casa. Yo escuchaba escondido tras los inmensos fardos. No comprendía mucho de lo que decían pero recuerdo la esperanza en los rostros de los que escuchaban a mi padre con orgullo y convicción.
Había llegado el momento de revertir el sistema. Si ellos no podían beneficiarse de las tierras que mimaban y cultivaban cada día, definitivamente los nobles tampoco lo harían. Sucedería esa noche. Quemarían los campos para terminar con aquella maldita jerarquía sin sentido. Entre el caos generado por las llamas y la invisibilidad que provocó el humo, papá desapareció.
A la mañana siguiente, salí preocupado a buscarlo. Subí parte de la colina hasta alcanzar la vieja ermita en la que vivía el Padre Vicente quien me insistió bruscamente en buscar en otra parte. Desesperado, me asomé al gran pozo del jardín de la iglesia, seco desde hace años, en cuyo fondo circular encontré a papá sobre un charco de sangre, tumbado con la cabeza en el centro y las piernas señalando al número 5 de un reloj imaginario que nunca debió haberse detenido, formando una Q mayúscula.
Relato magnífico compañero!!
Saludos Insurgentes