La luz titilaba en ese cuartucho insoportable. No hacían más que interrogarle y acribillarle con sospechas infundadas, sin sacar nada en claro.
- Tienes que creerme, Raúl. ¡Yo no lo hice!
- No puedo creerte… – se apoyó con las dos manos encima de la mesa –. Las pruebas hablan por sí solas.
- Por favor –, suplicó Martín.
- Todas las víctimas fueron a nuestra clase en la escuela. Entenderás que eso reduce mucho a los sospechosos, ¿no?
- Alguien me está tendiendo una trampa.
- Pero ¿quién? – dio un golpe con el puño –. Todas tenían marcas de estrangulamiento y veneno en la sangre –, siguió exponiendo el caso –. Y, por mucho que me pese, encaja con lo que encontramos en tu garaje –, le extendió una foto.
- Esto no es concluyente. Os faltan evidencias para inculparme... – resopló –. ¡Es que no puedes ser más cateto!
- ¿¡Qué!? – se incorporó, enfadado –. Que fuéramos amigos no te da derecho a hablar así a un policía.
- ¿Te crees que sería tan tonto de ponértelo tan fácil? – se levantó, perdiendo él también la paciencia.
- ¡Siempre es la respuesta fácil! Y te lo digo por experiencia.
- En este caso, ¡no! ¡Sigue buscando!
Raúl miró hacia el espejo de la sala, sabiendo que al otro lado los estaban observando.
- Sacadlo de aquí.
Entraron dos hombres uniformados y acompañaron a Martín hacia la salida. Éste miró a su antiguo amigo.
- Por favor –, volvió a suplicar.
No muy lejos de ahí, una mujer contemplaba una foto antigua de unos niños en edad escolar. Cuatro de ellos tenían una cruz en la cara. Cogió el rotulador y enmarcó con un círculo a otro, que tiraba del pelo a una niña en un rincón.
- Me las pagarás… – susurró.