Todo lo que podía percibir se concentraba en aquella enorme mancha negra. Él siempre había insistido en escribir a la antigua: necesitaba sentir que sus pensamientos descendían lentamente como una cascada de su cabeza a la mano, para ser depositados con mimo en la página. Por desgracia, donde tendría que estar el fruto del trabajo de varias semanas solo se vislumbraba un gran charco de oscuridad, que emanaba de un tintero derribado en el escritorio. La única culpable parecía ser la foto de su hija en el escritorio, un marco cuyo pie se había desequilibrado generando una cadena de desastres.
Era lo que necesitaba para expulsar su conciencia del trance en el que entraba al sentarse a escribir. Estaba aterrorizado, pero un cansancio que llevaba horas amenazando con apoderarse de él se sobreponía. No había comido nada en todo el día y el estómago le enviaba señales que tendrían que esperar a que remitiera su conmoción. Sus ojos buscaban una ínfima posibilidad de recuperar algo del arruinado manuscrito pero seguían invadidos por aquel vertido. Solo vagamente cerca del centro había una zona intacta, sin mancha alguna. Con manos temblorosas, el autor intentó acercarse a aquel remanente de blanco, que no lograba atrapar.
Con cada movimiento, el vacío se desplazaba fuera de su alcance. El papel se convulsionaba y modificaba, hasta que cesó en su empeño. Una arruga alrededor del parche se izó, formando un volumen esférico, en el que podía ver aquella zona blanca y su gemela posicionarse a lados opuestos, en la forma de una cabeza que lo observaba con intriga.
- ¿Qué eres? - La voz entrecortada del autor revelaba que en su revuelto de emociones aún quedaba espacio para la curiosidad.
Para su sorpresa, aquel abismo le respondió. Con cada palabra, la tinta se separaba y formaba palabras en el aire antes de fundirse con el rostro de la criatura.
- No contestaré a esa pregunta porque no debo ser.
- ¿A qué te refieres? No logro comprender.
-No existo aún, pues mi forma es potencial. Soy el aspecto de todo aquello que podrías escribir, toda la tinta que gastarías, oscureciendo bajo mí hojas de papel llenas de historias y relatos. Toda una vida nutre mis raíces.
- ¿Acaso eres fruto de mis palabras, una extensión de mis escritos?
- He de reiterar que no soy, pues he de nacer al tomar tú una decisión. La de cultivar la vida que ahora tienes, encerrado en estas cuatro paredes. La de vivir mil y una historias sin levantarte de la silla. O por contra, salir de esta prisión y regresar a una vida sencilla, dueño de un destino que, por aburrido que pueda parecer, sea completamente tuyo. Debes mirar a mis ojos, encontrar las palabras con las que tu futuro se selle en el vacío.
Así lo hizo el autor. Aquellos círculos blancos flotaban sobre la tinta y le deslumbraban con imágenes que se sucedían. Cuanto más se acercaba, más el mundo parecía alejarse. Sus pies se alzaban del suelo y lejos quedaban los sonidos de la calle, de la televisión del salón, de las canciones de Cassandra en la cocina. Sentía que pese a flotar y ascender, se ahogaba en el mar de las posibilidades que tenía frente a él. Con cada parpadeo, los ojos le pesaban más y por mucho que intentara mantenerlos abiertos, al final solo podía ver la oscuridad.
Se temía un engaño, pensaba que por fin aquel estilo de vida que forzaba su vínculo al mundo real constantemente le hubiera pasado factura. Estaba convencido de que aquello era el final, que las alucinaciones y su extraño interlocutor eran solo las señales que daban al túnel que uno ve cuando deja esta vida.
La luz que apareció a lo lejos, no obstante, no era como se la había imaginado. Le presentaba visiones, que con la distancia era difíciles de reconocer. Y cuando las comprendió, supo que aquello que el ser de tinta había prometido era un regalo envenenado. Un baño de realidad.
Velas de cumpleaños que se desdibujaban como torres de ónice de imponentes fortalezas, el ronroneo de un coche azabache por estrenar mutaba en el grito de una ancestral bestia, aquellos anillos que simbolizaban un amor que no tenía que romperse disentían en dos dragones de ébano cuya enemistad nunca cesaría. Imágenes que se sucedían por pares, que tiraban del autor en direcciones opuestas. Y en ellas una sola constante: Casandra. Era ella la que le recordaba todo lo bueno que le quedaba por vivir en casa. Su hija estaba en el piso inferior y él nunca se había sentido tan lejos de su hogar.
Su cuerpo se convulsionaba con cada fotograma, partiéndose entre aquella parte anclada y aquella parte sumergida. Era la verdad que tanto había ocultado en sus cajones: que era incapaz de decidir. Que intentaba vivir en ambos lados y el único desenlace posible para esa historia era que su existencia quedara partida en dos. Necesitaba salir a respirar. Su hombro se arrastraba para escapar del cieno negro, mientras sus piernas golpeaban la tinta en un intento de retomar el control. Solo uno de sus ojos era bañado por la luz que revelaba que temía que, si se dejaba llevar por la marea, no solo él sería arrastrado. Necesitaba volver a casa, volver a ella.
- ¿Sí, papá?
La ligereza de sus pies en el vacío pasó a la comodidad de sus zapatillas. Aquella dimensión dividida se había convertido en su cocina en un abrir y cerrar de ojos.
- Madre mía. ¿pero qué te ha pasado? - La mirada de Casandra apuntaba a su camisa, en la que una mancha enorme de color negro le recordaba la escena que había dejado en su despacho.
- Creo que me he quedado dormido y he tirado toda la tinta.
- Oh, ¿y todo lo que habías escrito?¿Está bien?
- No está. Creo que no va a estar. Pero mientras tú sí, es suficiente.