Mi ritmo circadiano es más preciso que un reloj suizo. Todas las noches me despierto a las cuatro y treinta y dos minutos. Siempre a la misma hora exacta. Sin excepción. Dolor de cabeza intenso. Pequeñas descargas eléctricas que acusan mi cerebro como un trueno en una noche de tormenta. Ojos hinchados y boca pastosa.
Suelo tomar un café sobre las cinco de la madrugada frente al ordenador, mientras escribo mi primera novela. Ya llevo escritos varios capítulos y en todos hablo de ella. No puedo evitarlo. Es una obsesión. Sara es realmente preciosa. Todas las tardes bajo al parque sobre las seis para verla. La observo a lo lejos. Procuro pasar desapercibido. Su actitud es relajada y le encanta tomar el sol. He de reconocer que hace estallar mis instintos más primarios. La empotraría allí mismo. El día menos pensado haré realidad mis sueños. Me acercaré a ella. Utilizaré todas mis argucias para cautivarla y se vendrá conmigo a casa por las buenas o por las malas. Seremos felices. Felices para siempre.
Hoy es el primer día desde que empecé a escribir la novela que me he levantado a una hora diferente. Son las ocho en punto. Enciendo el ordenador y me dispongo a narrar la maravillosa tarde-noche que pasé ayer con Sara. Después de un magnífico paseo por el parque, cenamos juntos en casa. Todo salió perfecto. Ahora Sara es mía. Soy afortunado de tenerla tan cerca. La veo dormir plácidamente en el sofá del comedor. Está tranquila y confiada como si hubiera vivido en esta casa toda la vida. Creo que me estoy enamorando de ella, pero algo trunca mi felicidad.
Alguien ha abierto la puerta de la casa. Aparece una mujer alta y esbelta con mirada atónita y gesto incómodo. Observa a Sara y luego se dirige a mí.
-¡Veo que sigues escribiendo esa maldita novela! -exclama molesta.
Consigue de nuevo conectarme con la realidad. Es mi mujer. Se marchó hace unos días de casa y ha vuelto. Intento defenderme.
-Un buen escritor debe ponerse en la piel de sus personajes. Por eso, he traído a Sara.
La ira se va apoderando de ella. Está furiosa.
- ¿Te has vuelto loco Esteban? -pregunta apretando los dientes.
-Yo no soy Esteban - le digo extrañado.
Resopla desesperada.
- ¡Claro que eres Esteban! Y además, te diré otra cosa más. Ella no es Sara.
Me hace recapacitar. Estoy algo azorado. Tengo momentos de lucidez, también otros de confusión.
- Todo esto del libro ha llegado demasiado lejos Esteban, pero voy a poner punto y final a esta locura. Pienso hacerla desaparecer.
Temo por mi novela. Es probable que quiera deshacerse del ordenador. Para mi sorpresa se dirige hacia Sara mientras saca de su bolso una correa. Acto seguido, la coloca sobre su cuello y salen las dos juntas por la puerta de casa.