Ya habían pasado dos estaciones secas y el hombre alto y pálido seguía con nosotros. No sabíamos de dónde había venido. Tampoco comprendíamos qué quería exactamente. Los ancianos decidieron integrarlo en la comunidad porque su llegada coincidió con la tan ansiada lluvia. Buen presagio.
El hombre se deshizo de sus extrañas ropas y comenzó a vestir como nosotros. Con el tiempo, dejó de comunicarse por señas y aprendió nuestra lengua. Iba de choza en choza con unos papeles anotando y dibujando todo lo que veía: nuestros utensilios y herramientas, cómo cazábamos o incluso cómo elegíamos a nuestras parejas sexuales.
Si algo le llamaba especialmente la atención eran nuestros rituales. Día y noche seguía a la hechicera a todas partes. Le encantaba conocer las ceremonias, desde quién las oficiaría hasta las propiedades de las plantas que se utilizarían en ellas. Ansiaba conocer cada detalle.
Durante una de las frecuentes visitas del hombre al lago que se formaba en la caldera del volcán, la hechicera aprovechó su ausencia para convocarnos bajo el árbol sagrado. Nos confesó que no soportaba más su presencia y advirtió que debía abandonar nuestras vidas para siempre. Nos indicó cómo deberíamos actuar esa misma noche para lograr el objetivo.
Bajo una luna prácticamente llena y al calor de la hoguera, los mayores contaban sus historias. Todos escuchábamos atentos, especialmente el hombre. Uno de los ancianos nos cautivó con su relato: “En la próxima luna llena, aquel que posea su misma palidez y también observe a los demás desde lo alto, será ofrecido a los ancestros arrojando su cuerpo al gran cráter. Lloverá abundantemente y las cosechas serán copiosas”.
A la mañana siguiente, la sonrisa de la hechicera iluminó todo el poblado al comprobar que el hombre alto y pálido había huido antes de la primera luz del alba.
¿Se convirtió nuevamente en un apátrida por su inagotable deseo de conocimiento o por ser diferente a ellos?
Muy bueno, Mikel!
Enhorabuena!
Saludos Insurgentes.