Ya eran muchos los años que llevaba visitando cada lunes la tumba del que fuera su compañero durante cuarenta y dos años. Desde que con dieciséis años se conocieron, no se habían separado hasta su muerte y todavía seguía sintiendo su ausencia. No se quejaba, tenía una preciosa familia que la arropaba y quería. Dos cariñosos hijos y tres maravillosos nietos que la llenaban de luz, pero él fue su apoyo, su confidente, su complemento y eso no lo volvería a tener.
Visitaba el cementerio los lunes porque era el día que menos personas acudían. Le gustaba llegar temprano y contarle las novedades de la semana y las últimas travesuras de su nieto mayor, después se marchaba reconfortada, pensando que así no se perdía nada de su familia.
En las últimas semanas, se encontraba siempre con un hombre que visitaba a alguien tres lápidas más allá. Le veía llorar y se volvía avergonzada de invadir su intimidad. Con el tiempo, comenzaron a saludarse, cruzaban cortas frases de cortesía y se despedían hasta la semana siguiente. Una mañana él le preguntó si le permitiría acompañarla hasta su casa y así comenzaron una extraña amistad. Hablaban de todo, de sus respectivas familias, su pasado, sus miedos. Poco a poco los dos esperaban con alegría los lunes. Por eso, cuando un lunes él no se presentó, ella sintió una punzada de tristeza, a la tercera semana podría haber sentido dolor, pero no se lo permitió. Volvió a sus solitarias visitas sin esperar nada más. Hasta que seis semanas después, un 14 de febrero, lo encontró en la entrada del cementerio, una mano sujetaba una muleta y la otra un pequeño ramo de violetas. Cuando sus miradas se fundieron, sin necesidad de palabras, tuvieron la certeza de que no se volverían a separar.
Enhorabuena compañera.
Saludos Insurgentes