Fotogramas: «Espeluznante, misterioso, un relato arriesgado en menos de mil palabras...».
SensaCine: «Ácido, un texto impactante que no deja indiferente al lector...».
Haters magazine: «Rubén demuestra una vez más su incapacidad para crear textos con empaque y sentido. Un nuevo fiasco en su carrera literaria».
Rubén se mudó a aquel castillo humilde; mucha ostentosidad, pero material de marca blanca. Se decía que la última piedra se puso antes del equinoccio de un frío otoño, quinientos años atrás. Aquel lugar no había perdido su mística, aunque ahora había quedado como casa de alquiler a las afueras del pueblo, mal comunicado y solo con un autobús semanal pasando por la zona. Pero Rubén trabajaba desde casa y era un tipo solitario, así que aquel no debía ser un inconveniente para él. Dar paseos entre los escombros, la broza y la hierba virgen que había alrededor tampoco lo inquietaba; a veces incluso llegaba caminando hasta un cine abandonado o a un casino añejo al que todavía acudían cuatro o cinco viejos a dejarse los cuartos. En su visita semanal al pueblo en el destartalado autobús, que recogía a no más de cinco tipos tan solitarios como él, compraba todo lo necesario para pasar la semana. No tenía visitas en el castillo, pero sí una buena cobertura y una conexión wifi supersónica. El casero sabía que era la única forma de alquilar el inmueble.
Rubén tenía una novia virtual —no humana; no os creáis—. Era una especie de holograma, una pseudopersona, que hacía las veces de novia a distancia. Rubén no se esmeró mucho y eligió los rasgos físicos y emocionales de forma aleatoria, y le salió una estirada dama de tez añil, melena trenzada y belleza robótica. Eso sí, tenía la voz muy cálida y le daba buenos consejos sobre cómo llevar la soledad. Además, hablaba siempre en verso, lo cual entretenía mucho a Rubén.
Se acercaba el equinoccio; el verano languidecía perdiendo su viveza, de forma tímida, como lo era Rubén con su amada Versalina. En una de sus últimas conversaciones estivales, Rubén se sinceró y le dijo que no sabía si podría aguantar siempre ese estilo de vida.
—Amado Rubén, hombre solitario, debes fortalecer tu compromiso a diario.
Él sonrió casi por inercia, sabiendo que no era nada fácil encontrar día a día motivos para seguir allí, por mucho que las vistas fueran preciosas al anochecer.
Versalina continuó:
—La sociedad vive adoctrinada, sin cuestionarse el porqué de las cosas; tú tienes el privilegio de contemplar vistas puras y hermosas.
Mientras escuchaba las rimas de Versalina, Rubén perdía la mirada en varias telarañas que nunca había alcanzado a limpiar.
—¿Vendrás algún día, Versi?
—Amor mío, aunque te empeñes, no soy persona; me creaste porque te sentías solo en aquella zona.—Ea…
Versalina esbozó un gesto entre bucólico y robótico de manual; Rubén, resignado, no continuó con la conversación. Se despidió de forma cordial mientras la imagen de tez añil desaparecía de su pantalla de ordenador. Cogió su diario antes de acostarse y apuntó en una hoja que andaba medio rota varias experiencias de los últimos días, justo encima de la lista de la compra semanal, todo en la misma página; ese era su estilo. Quizá por eso vivía apartado de la sociedad, en un castillo barato y mal cuidado y tenía una novia que más que novia era un robot.
Pero aquella noche vio cosas extrañas en el diario. Había páginas con unos trazos a lápiz sutiles pero llamativos, garabatos que él jamás había escrito. No pudo pegar ojo dándole vueltas. Por la mañana temprano sonó el timbre.
«¿Y si fuera Versalina?», pensó Rubén tan incauto como siempre. Bajó veloz las escaleras y abrió la puerta con una esperanza desmedida.
—Buenas tardes, ¿es usted Rubén Aranda? —le preguntó un hombre perfectamente uniformado.
Rubén dirigió su mirada a la furgoneta que había aparcada justo enfrente del castillo. No se lo podía creer: ¡tenía el símbolo de Amazon! Se rio a carcajadas nerviosas antes de decirse a sí mismo:
«¿Pero cómo pueden dar servicio hasta en esta zona?».»Se lo agradezco de verdad, pero no he pedido nada. Parece cansado. ¿Quiere pasar a tomar algo? Aunque le advierto que no soy muy hablador.
—No quiero nada, gracias. Vengo a recoger el diario; solicitó usted la devolución anoche.
Nunca más se supo del repartidor.
Cuentan las lenguas más viperinas del pueblo que vieron a Rubén, ya entrado el otoño, deambulando en una furgoneta de Amazon con una mujer de sonrisa inquietante y mirada esquiva. Un viejo aseguró en una tertulia de bar que un día coincidió con él y le preguntó que a qué se debía ese cambio de vida tan drástico.
«Es bueno que te quieran, aunque no sea una persona. He hecho lo que he podido», mientras acercaba su mano a la de Versalina, antes de bajar de la furgoneta un par de productos embalados y entregarlos en una casa en el centro del pueblo.
Relato original y con dosis de humor... Me ha encantado!
Saludos Insurgentes