«Ascenso y ocaso de un escritor herido»

Sucedió lo que parecía imposible. Su primera obra tenía más de quinientas páginas y versaba sobre la atormentada vida de un profesor de filosofía. Nada invitaba a creer que sería aceptada por alguna editorial y, de hecho, así ocurrió los primeros años hasta que, por azar,  una copia cayó en las manos de un joven empresario que vio lo que ningún otro. "Va a ser otro Quijote, el resumen de la contemporaneidad y, por extensión, del ser humano", pensó tan eufórico como convencido.

La primera tirada fue humilde, cuatrocientos ejemplares que tardaron varios meses en venderse. No obstante, el editor sabía que si se agotaba, la mecha se habría encendido. Y así fue. Seis años más tarde la obra acumulaba varias decenas de ediciones y se había traducido a siete idiomas. Cuando el autor alcanzó la gloria comprendió que eso era lo que había estado buscando a lo largo de su vida. Dinero, reconocimiento y, sobre todo, poder. Entonces recordó las penurias existenciales por las que había pasado: durante la niñez fue maltratado por los niños del colegio; en la adolescencia, apenas tuvo aventuras dignas de relatar y las chicas con las que intimó nunca fueron las que realmente le gustaron; en la adultez entró demasiado pronto en la rutina del día a día y en la constante indiferencia. Gris, ese era el color que siempre elegía para resumir su vida.

Pero ahora, a sus cuarenta y nueve años, todo había cambiado. Aunque le costaba de creer, había ocurrido. Su último bastión, el refugio de tantas penas, la flor que cada día cuidaba, había florecido. Su libro se había convertido en un best seller. "La gente me ha demostrado que hice mal en crucificarla, pues ha sabido apreciar mi obra", pensó en una ocasión. Aún era joven, aún tenía tiempo para recuperar el tiempo perdido, para vivir la vida que no había vivido. Si bien no era posible disfrutar una infancia feliz, pues el pájaro no puede volver al huevo del que un día salió, aún podía volar bien alto. Era el tiempo del águila.

Se compró el deportivo que nunca tuvo, pues en su día optó por un coche más racional y con espacio suficiente por si alguna vez tenía hijos —cosa que decidió cuando ni siquiera tenía pareja—. El elegido fue un flamante Alfa Romeo rojo. También se compró un ático en la capital y empezó a frecuentar los numerosos círculos sociales que demandaban su presencia y para los que, ahora sí, él era alguien importante. Empezó a flirtear con jóvenes atractivas, algunas de ellas lectoras entregadas a su ídolo y otras meras caza famosos. "Pero ninguna me va a pillar", se dijo una noche frente al espejo justo antes de salir hacia una exclusiva fiesta. Empezó a tomar drogas, eso sí, de la máxima calidad. Pese a que la infancia estaba perdida, visitaba de tanto en tanto el pueblo donde la pasó, también los veranos de su adolescencia, y allí se dejaba agasajar. Los que antaño apenas le dirigían un "hola" cuando se lo cruzaban por la calle, y eso que sabían que estaba solo, ahora, que no necesitaba más amigos, lo invitaban a sus casas y lo sentaban en el mejor sitio de sus mesas, callaban cuando contaba cualquier historia y reían con ganas sus anécdotas más triviales. En alguna ocasión, incluso le dio la sensación de que le facilitaban el acceso a sus mujeres. Sediento de venganza, se dejó agasajar e hizo uso de los dones que se le ofrecían, pero no dirigió ni una pizca de cariño a los que tanto daño le habían hecho.

Durante esos intensos años, años de gloria y de reconocimiento, abrió bien la boca y se comió muchas porciones del pastel de la vida, más de las que le correspondían, pero no se indigestó, pues había sufrido desnutrición durante tanto tiempo que su hambre ya era crónica e insaciable. Sin embargo, una tarde, llegó lo que tanto temía: la indiferencia. Por muchos fuegos artificiales que le rodearan, por mucho que fuera el rey del mambo, por mucho que se sintiera deseado por atractivas veinteañeras, por mucho que la gente besara por donde pisaba, un día apareció el vacío que todo lo absorbe, el gran agujero negro, esa nada que de chico entrevió una noche y al instante intuyó que siempre le acompañaría. Y no se equivocó. Ni siquiera la gloria de un Aquiles conquistando Troya hubiese podido embozarlo.

A los cincuenta y cinco años vendió el ático y se compró una humilde casita de campo en la España vacía. No le dio a nadie su nueva dirección. Se trasladó allí con lo justo y pasó el resto de sus días en el anonimato, relacionándose con el menor número de personas posible y haciendo lo único que podía hacer para retrasar su propia absorción por el gran agujero: escribir. Como ya no deseaba la gloria, no le mandó ningún manuscrito al joven editor, que ya no era tan joven, hasta que intuyó que la muerte se hallaba a la vuelta de la esquina. A los dos meses falleció. Tres años más tarde, siete novelas de las más exitosas del mercado llevaban su firma.