¿Se puede acabar con una parte de ti sin llamarlo suicidio?
Comencé a escribir porque no encontraba las lecturas adecuadas. Al pequeño pueblo de mi infancia no llegaban historias que alimentaran la sed lectora del momento, pero mi mente tampoco las echaba de menos. Tenía pluma y papel.
Expresar las locas ideas de una adolescente alborotada me proporcionaba unas tardes de tertulia que llenaron mi alma de seguridad y sueños. Esa confianza dio vida a un ente mágico que, colocado sobre el hombro izquierdo, me dotaba de fe e ilusión.
Con el tiempo, también creé a otro ente muy diferente, lleno de miedos, incertidumbre y negatividad. Estaba seguro de fracasar, de acabar con los sueños, de traicionarme e impedir el paso a las musas.
El primero necesitaba un nombre con presencia, con estímulo. No tardaré en encontrarlo.
El segundo, el portador de mi fracaso, no lo merecía. No iba a durar mucho más.
Llevaba casi toda mi vida escuchándolo y, lo que es peor, haciéndole caso. Tenía miedo a fracasar, a darle las riendas de mi vida, a permitir que me convirtiera en una escritora globo, fácil de pinchar, desinflar o explotar. Si dejaba que se sentara cómodamente en mi hombro derecho, ganaría terreno y desaparecería como ese globo de helio que se le escapa al pequeño de la mano mientras las lágrimas terminan de borrar su efímera felicidad.
Pero ya lo conozco, lo he estudiado en profundidad. Sé cómo aniquilarlo y el beneficio terapéutico que me supondrá.
Suerte.