Primer miércoles de agosto. Ola de calor. Tres y veintisiete de la tarde. La calle está desierta. El sol baña cada miserable baldosa abandonada a su suerte. Los cuatro árboles que el ayuntamiento colocó meses atrás para maquillar un par de polémicas se retuercen de dolor. El asfalto parece derretirse y el horizonte se desdibuja entre vapores bailando al compás de cada uno de los 45 grados que protagonizan la escena.
Una indiscreta gota de sudor, fiel a la ley de la gravedad, decide viajar por el tobogán de mi espalda. Noto como surca cada milímetro de mi piel lentamente hasta perderse en la cinturilla de mis pantalones. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Se me eriza la piel como nunca. Miento. No es como nunca. Ya he sentido eso antes. ¿Cuándo?
Viajo en el tiempo. Invierno. El paisaje es espectacular. Las olas rompen con violencia salpicando las paredes del acantilado sobre el que estamos sentados los dos. Tienes la vista clavada en mí y yo solo me atrevo a mirarte de reojo. Una regla no escrita no nos permite tocarnos pero esto no impide que te acerques. Más. Cada vez más. Fijas mi cuello como tu nuevo gran objetivo. Respiras tan cerca de él que siento el calor de cada uno de tus alientos. Una fuerza jamás sentida se apodera de mí. Ya no soy dueño de mis actos. Vibro. Dejo que me invada. Nunca nadie me había hecho algo así. Ahí. A mí. Voy a explotar.
Estoy mojado de pies a cabeza. Las risas de tres niños agazapados en el balcón del segundo me devuelven a la realidad. Una serie de globos de agua han estallado por todo mi cuerpo. Agradezco haber sido la diana de su artillería. Continúo mi odisea mientras sonrío imaginando nuestro próximo encuentro.
Enhorabuena Mikel!
Saludos Insurgentes