Han pasado cinco años desde el Cupido Negro, una masacre que asoló la ciudad con varios centenares de víctimas. Todas ellas tenían en común su participación en la festividad de San Valentín: se detonaron bombas en floristerías, pastelerías, tiendas de regalo y restaurantes.
Un año después de aquello, un mensaje anónimo advertía que volvería a suceder algo parecido si se repetían las celebraciones. Por ese motivo, las autoridades prohibieron las actividades relacionadas con el día de los enamorados.
Sin embargo, los que entonces eran niños ahora son adolescentes y los asuntos del corazón afloran en su vida con un impacto sin parangón. Los jóvenes, con la emoción al límite en cada centímetro de su piel, se han unido en masa para reivindicar a cupido, al pacífico angelito, y que las celebraciones vuelvan.
Los gobernantes, con el descrédito político por los asuntos de siempre, han decidido hacerles caso, aunque con mesura: las tartas con forma de corazón se sustituyen por otras que imiten la silueta de cerebros, riñones o estómagos; las rosas rojas se reemplazan por crisantemos, claveles o margaritas; y en los restaurantes, no se admiten reservas de parejas sino solamente para grupos.Ha llegado el día. Las calles visten como una anodina jornada, sin la decoración de antaño. Es hora de cierre comercial y las pocas personas que se han atrevido a salir llevan maletas con ruedas para ocultar regalos, ramos y vestidos de gala.
Entre esa gente, camina Tomás de la mano de su novia. A ella le sorprende su tranquilidad:
—¿No tienes miedo de que el loco vuelva a actuar?
Él sonríe; sabe que eso no va a pasar. Sabe que ese loco ya tiene amor en su vida, un amor capaz de arrancar todas las capas de odio acumulado. Tan solo dice:
—Ojalá lo nuestro dure.
Se acabó el consumismo!
Saludos Insurgentes