― A gugu gaga ―Me llevo el dedito a la boca y lo muevo de arriba abajo, jugueteando con mi labio inferior.
Todos comienzan a reírse y a poner carantoñas, cada vez más cerca del carrito que me mantiene prisionero. Doy un manotazo al aire, que ante los ojos de la anciana de los pelos en la nariz es un juego inocente. En realidad lo hago para alejarla unos centímetros y que no me eche su hediondo aliento en la cara. Suele gustarles ese tipo de cosas. Los señores Domenech presumen de mí una barbaridad. Perdón, mis padres. Aún me cuesta tragarlo. La cuestión es que cuanto más infantil y ridículo sea, más premios me llevo. En estos dos meses he logrado ser el bebé más estereotipado de cuantos existen sobre la faz del planeta.
¿Que si me gusta esta vida? Pues no, joder. Claro que no. Qué pregunta más sádica. Buda, la Madre Tierra o quien narices me haya metido en este lío se estará divirtiendo de lo lindo. Mira que yo nunca fui un hombre creyente. Pero esto… ¿qué es esto sino religión? ¿Magia? ¿Acaso no son lo mismo? Lo sé, sueno como mi tía abuela Pili, siempre tildada de demente. Empiezo a pensar que era la única cuerda. Qué voy a decir si el último recuerdo que tenía cuando volví a abrir los ojos en la cuna del hospital era el de un maldito tren descarrilando y un agudo dolor en mi estómago que, por cierto, se expandía como el fuego en un charco de gasolina. Maldita sea, tía Pili, quién iba a imaginarse que moriría antes que tú.
Alerta. Aquí llegan otra vez. Esta me la sé: abrir la boca e hincarle el diente imaginario a la tetina del biberón.