«Azúcar»

Carlos acababa de cumplir nueve años cuando le dijeron que el agua del váter sabía a azúcar. La revelación surgió de Álvaro, un chaval tres cursos por delante de él que lucía hombros anchos y un incorregible semblante de malas pulgas. De esos chicos mayores a los que convenía respetar.

Ya fuera por evitar sonar descortés o por el irrefrenable pánico a la represalia que sabía que le invadiría si se negaba, Carlos accedió a constatar la hipótesis de Álvaro el próximo día a la hora del recreo. ¿Quién sabía?. Quizás era como darle un sorbito a un batido de chocolate, solo que incoloro. Además, ¿por qué iba a mentirle? ¿Acaso no era mayor?

Al día siguiente, Carlos se hallaba de rodillas, asomado al retrete, contemplando el vórtice acuoso que supuestamente encerraba un sabor dulce. Tragó saliva. Cuanto más se acercaba, menos tentador le parecía. Iba a expresar su voluntad de echarse atrás cuando la poderosa mano de Álvaro lo agarró de la nuca y le obligó a sumergir la cabeza en aquel asqueroso abismo. Una y otra vez.

—Ahora dime, marica –le susurró maliciosamente al oído–¿Sabe o no sabe a azúcar?

Su carcajada cruel encontró réplica en dos grandullones que le flanqueaban y cuyo cometido no era otro que aplaudir las jugarretas del cabecilla.

Habían pasado meses y Carlos aún observaba la fachada del colegio con terror lacerante. Donde otros distinguían el ansiado inicio de curso, él discernía la senda que conducía al infierno.

—¿Listo, campeón?

Su padre lo trataba con esa condescendencia que tanto detestaba. Su progenitor era incapaz de ver a través de él, de adivinar que detrás de aquel entusiasmo postizo se escondía el pavor.

—Estás muy callado. ¿Nervios del primer día?

—Sí, papá. Nervios del primer día.

Y el corazón le oprimió el pecho.