En otra época o en otro mundo su amor hubiera sido indestructible. Pero en este él era Emilio Sotomayor, un Grande de España. Y ella una esclava negra sin nada más que los grilletes que arrastraba.
Amándose bajo el cielo de medianoche no distinguían el color de sus pieles, únicamente su tacto. Suaves las manos de Emilio, duras y agrietadas las de Sira… Pero amanecía y la luz del día les devolvía a la realidad.
Una noche sucedió lo inevitable. Les descubrieron. Una mezcla de terror y alivio invadió el corazón de Sira que se quebró por la mitad, desgarrado de dolor, cuando Emilio renegó de ella.
—No pude evitarlo —se defendió su amado—. Me hechizó. Es una bruja. Le canta a la luna y tiene un amuleto de pelo humano.
Tocó aquel mechón de cabello que colgaba de su cuello. Como Emilio sabía, era lo único que le quedaba de la madre que había dejado atrás en un mercado de esclavos. La traición se le clavó en las entrañas. Hubiera deseado morir si no fuera por la criatura que llevaba dentro.
Ahora estaba allí, atada a una estaca, con el pueblo enloquecido de emoción por ver arder a una bruja. El verdugo prendió la yesca. A lo lejos Emilio no osaba mirarla, avergonzado de su cobardía, odiándose...
Y, entonces, del interior de Sira brotó algo largo tiempo dormido. Cerró los ojos, cayeron las cuerdas que la oprimían y, extendiendo las manos hacia delante, guio al fuego hasta aquellos que celebraban su desdicha.
—Solo quemáis mujeres inocentes. ¿Creéis que una bruja no podría con vosotros?
Hombres, mujeres, culpables, inocentes... Todos corrían gritando desesperados como antorchas humanas. Las llamas también la cubrieron a ella, abrasándole las ropas y dejando al descubierto su abultado vientre.
Con la piel de ébano intacta, caminó hasta el tembloroso Emilio.
Fue el que más sufrió.