Los vecinos del pueblo se habían reunido en la plaza para presenciar la ejecución. En medio del espacio y atada a un poste sobre un montón de leña, Ane Irusta se deshacía en gritos contra el público que presenciaba su ejecución.
—¡Parad ya! — suplicaba Ane sollozando.
—¡Bruja, arde en la hoguera! — le gritaban sus vecinos enfervorecidos.
Todo había sido dispuesto por el tribunal del santo oficio después de las escasas pesquisas y testimonios obtenidos de entre las gentes del lugar. Todos coincidieron en señalar que Ane, visitaba a menudo el bosque cercano y recorría también los montes en busca de plantas extrañas con las que preparaba ungüentos.
—¡Bruja maldita! Tus plantas prohibidas nos llevaban a la condenación eterna—dijo una voz femenina de entre el público.
—Solo usaba las plantas para tratar vuestras heridas— repetía Ane una y otra vez.
—Dios es el único que tiene poder para sanar — contestó la misma voz, esta vez de forma severa y poco indulgente.
De entre los soldados de la inquisición, uno que iba encapuchado, hacía las veces de verdugo. Se acerco hasta la pira de leña con una antorcha en la mano y a la señal del inquisidor, le prendió fuego. Fue entonces cuando Ane, fijó la mirada en la mujer que había hablado antes y profirió una maldición algo ambigua, pues sonó también a bendición y plegaria.
—Que vuestras hijas y nietas se acerquen a la sabiduría de la tierra y entierren en el tiempo la oscuridad que os envuelve—profirió Ane con voz serena y llena de calma.
Las llamas se avivaron e iluminaron la plaza mientras la vida de aquella muchacha se apagaba.
