Tras el invierno, llegó el primer cumpleaños de nuestro bebé. Embelesados con sus rizos y sus pasos torpes, decoramos con banderines un sector del parque y compartimos pastel multicolor con amigos y familiares.
Esa noche se durmió temprano. Y aunque estábamos cansados, nos tomamos un momento para abrir un vino a solas y felicitarnos por tan buen trabajo. La rutina se iba estabilizando, nos sentíamos más confiados. Terminamos la botella y, más temprano que tarde, nos entregamos a las caricias sin apuros. El deseo, otrora jadeante y revoltoso, se reinventaba sutil y seguro. Eso sí, seguro, que nadie quería pañales en dos tamaños.
La tierra dio otra vuelta al sol, y con el aroma a jazmín aparecieron globos de colores en el parque. «¿Ya dos años?». Fuimos olvidando las noches sin dormir, los miedos de parto, la clínica de fertilidad. Y en una decisión más inconsciente que conversada, el goce se volvió descuidado. Los colores brillaban más en aquellos días, nos buscábamos con entusiasmo cómo las mariposas que sólo vuelan un día. Creíamos que sería todo más sencillo, más fluido, más «natural».
Los meses pasaron, y las olas de intensidad y calor dieron paso a los días oscuros cargados de presagios de tormenta. El fuego mermado bajo la lluvia, se acobardaba al escuchar el tic tac de nuestras cabezas. Cada vez más tic tac, cada vez menos fuego.
Aunque fue entrada la primavera, recuerdo frío y gris aquel día que volvimos a la clínica, ambos disfrazados con nuestras caretas de optimismo. Una vez más el deseo cronometrado y monitoreado, creí que acabaría con la pequeña llama que nos quedaba. Cuando salimos, me abrazaste con fuerza y dijiste “Pudimos una vez, podremos dos”. Me desarmé en una sonrisa angustiosa y cansada, ese día no sabía que podríamos.
Diferente y fresco. ¡Enhorabuena, compañera!
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes