Paseaba por sus calles laberínticas esquivando las lúgubres lápidas perdidas en el tiempo. Las enredaderas se habían apoderado de la tierra y apenas podía verse el suelo. Estaba perdida, como ida. Buscaba la tumba de él pero era como si el tiempo se hubiera detenido. Las nubes estaban bajas y su gris era de la misma gama de color que las viejas y abandonadas losas de piedra. Giré sobre mi misma mientras miraba confundida a mi alrededor. Al fondo, un muro de ladrillo rojo estaba tapado por las tupidas hiedras. No encontraba la puerta y estaba anocheciendo.
De pronto, vi a una joven de figura fantasmagórica que corría mientras gritaba entre macabras risas:
—Edgar, Edgar, ¿dónde te has escondido?
—Niña, ¿dónde está la salida?— pregunté aterrorizada—Quiero salir, necesito salir.
A lo lejos, otra figura bajo una gran capa y un sombrero de ala ancha se desvaneció sigilosa entre las sombras de los panteones.
—¿Hay alguien? —pregunté aterrorizada.
Corrí tras ella en un intento desesperado de salir de allí.
Sentadas sobre la fría piedra que presidía un cuervo esculpido a cincel había tres figuras que más bien parecían espectros flotando en la oscuridad. Una de ellas llevaba dos copas y una botella de coñac. Otra, con los ojos totalmente hundidos en el frío rostro, acariciaba el pelo de una joven mientras ella me miraba de manera tétrica, e incluso desafiante, haciéndome un gesto con la mano para que me acercase a ellos.
Caminé pausadamente como si una fuerza incontrolable me arrastrara y sentí como mi cuerpo, poco a poco, se volatilizaba y mis microcélulas estallaban quedando esparcidas como el agua del rocío entre las verdes hiedras que reptan por el suelo donde la carne se pudre y es devorada por los gusanos y las almas vagan a sus anchas.
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Saludos Insurgentes