Te he odiado siempre, desde que era un chaval. Mis amigos y compañeros del instituto se escandalizaban cuando les decía que mi mayor deseo en esta vida era tu muerte. Hablaba sin reparos sobre lo mal que te portabas conmigo, aunque tú jamás lo has visto así.
Trabajar para llevar dinero a casa era tu única preocupación. La responsabilidad de un padre es esa, decías, y siempre has cumplido; es cierto. Siempre he comido cuando había que comer, pero el vacío por dentro era cada vez mayor.
Recuerdo que nunca ibas a verme jugar a futbito. Jamás. Yo veía cómo los padres de mis amigos se alineaban junto a la banda y aplaudían con cada acierto y con cada error que cometían. Cada palmada para ellos era una puñalada para mí.
Ya entonces era consciente de que te necesitaba. Te necesité durante mucho tiempo. Hasta que no quise necesitarte más.
Me fui de casa lo más pronto que pude, con el convencimiento de que alejarme de ti era justo lo que debía hacer, pero daba igual dónde estuviera, tú siempre estabas allí. Tardé muchos años en comprender que jamás podría dejarte atrás. Es curioso, todas tus ausencias durante mi infancia han creado tu presencia constante casi el resto de mi vida.
Casi, porque, a pesar de tus no vales para nada, encontré el valor suficiente para mirarme a la cara y hablarme con sinceridad. Dos años y medio de terapia psicológica para entender que en realidad a quien odiaba no era a ti, sino a mí, por quererte.
Pero no quiero que entiendas esto último como un triunfo en tu forma de ser. Has fracasado como padre, por mucha comida que hubiera en mi plato. Y yo, afortunadamente, he fracasado en mi odio porque ya no te quiero.
Bien narrado.
La magia de la escritura te permite la licencia de desahogo.
Saludos Insurgentes
Saludos Insurgentes