Las fuertes lluvias, acompañadas de tormentas eléctricas, llevan tres semanas destruyendo cada rincón de la tierra, poniendo fin a nuestro mundo.
Durante años nos habían repetido en numerosas ocasiones de los peligros del cambio climático pero ni los gobernantes más importante del planeta ni la propia población habíamos hecho nada o casi nada. Unos por intereses puramente políticos y económicos, otros por comodidad e incredulidad. Y ahí estábamos ahora, en el año 2046, buscando los lugares más altos de cada pueblo, de cada ciudad, de cada país, para intentar sobrevivir a las inundaciones que arrasaban con cada parte de nuestra, ahora, añorada Tierra.
Yo lloraba cada una de las pérdidas humanas cuando escuchaba los informativos pero también lloraba las pérdidas que ya se iban sucediendo, una tras otra, de los grandes monumentos que nos habían acompañado a lo largo de los siglos y que nos recordaban cómo eran otras culturas, la romana, la egipcia, la maya,…
Esa mañana amanecí agarrada a mi pequeña radio esperando que algún halo de esperanza llegase a través de sus ondas pero lo que escucharon mis oídos me hicieron estremecerme como nunca antes lo había hecho. Había deseado tantas y tantas veces poder viajar allí, a la Antigua Grecia, para ver las maravillas arquitectónicas que miles de veces observaba, boquiabierta, en imágenes. Eso jamás pasaría, el agua estaba llegando a la Acrópolis y los fuertes truenos habían empezado a derrumbar las cariátides del Erecteión, y las grandes columnas del Partenón.
Fue entonces cuando me di cuenta que todo llegaba a su fin, si los mismos dioses permitían que el cielo nos castigara de esta forma, arrasando con los templos con los que se les honraba, nada podíamos hacer y comprendí que, quizá, serían esos mismos dioses quienes también nos estuvieran castigando con un triste final.