Lo había oído en el colegio. No recuerdo en qué curso estudiamos los volcanes pero todavía guardo en mi memoria aquellas palabras misteriosas del profesor. Uno de esos iluminados que se cruzan en tu camino por poco tiempo y al que todos olvidan rápido, como si fuera un fantasma. No había vuelto a pensar en él hasta ayer. La erupción del volcán removió mi memoria y trajo de vuelta sus palabras: “En ese punto, en la cima del volcán, el mundo terrenal conecta con el celestial”. ¿Sería cierto lo que nos contó? ¿Era una leyenda? ¿Alguien había llegado a ese punto exacto y recibido algún mensaje de los dioses?
Busqué en internet su nombre. Tras una búsqueda interminable pude encontrar una pista sobre él. Me propuse encontrarlo. En una hora estaba en la Catedral Vieja. Un numeroso grupo de turistas seguía atentamente las explicaciones de una guía y decidí mezclarme entre ellos. Oía los datos aprendidos sin mucha pasión hasta que escuché: “En la Capilla Mayor se puede contemplar el maravilloso retablo [...] en el que se narran visualmente algunos de los principales episodios de la historia de la Salvación. Se trata de un inmueble incomparable en toda Europa por sus dimensiones [...] corona el conjunto el Juicio final.” Pasé rato observándolo. Cuando salí de la Capilla estaba solo. Busqué a alguien con sotana que pudiera darme información. Entonces lo vi, agazapado como un animal herido, en un banco de la Capilla Menor. Me acerqué y le pedí confesión. Tras la fórmula de la absolución con voz casi inaudible pude oír: “No hace falta llegar a la cima de un volcán”. Me santigüé y en un impulso retiré la cortinilla roja de terciopelo. No había nadie en el interior del confesionario. Sin embargo, yo había recibido el mensaje. Sonreí satisfecho.