Las noches en Cala Dragón se volvieron misteriosas cuando comenzaron a invadirnos. Nos informaron a toda la población que La Tierra debía ser compartida con nuestros visitantes los extraterrestres. Su planeta se había vuelto inhabitable y sombrío, donde ya no existía cabida para la supervivencia. Los días eran para nosotros, las noches para ellos. Algunos los llamábamos desconocidos, otros los siderales, o simplemente, los otros.
La primera noche, todos permanecíamos expectantes tras las ventanas. Recuerdo mi turbada respiración frente al cristal. El vaho producido por mi aliento difuminaba las luces intermitentes de aquella nave acechando nuestro espacio. A las doce en punto, las luces de mi edificio dejaron de alumbrar, todo se volvió tenebroso, fue entonces cuando los otros comenzaron a bajar de su astronave. Pude distinguir sus siluetas con la tenue claridad de la luna. Sus figuras mostraban ser muy altas y delgadas, y sus cabezas no aparentaban poseer ninguna clase de vello. Desde mi ventana, me fui tranquilizando mientras observaba a familias enteras caminar por nuestros jardines. Una mujer extraterrestre portaba de la mano a su hijo, aparentaba tener unos tres años, jugaba con una especie de pelota iluminada; cuando iba a gran velocidad resplandecía de un color amarillento, cuando corría lentamente, su color cambiaba a un azul verdoso, y cuando se paralizaba, unas luces rojas y blancas parpadeaban a su alrededor.
Vigilando cada paso de esos desconocidos, fui cerrando los ojos hasta sumergirme en mis sueños nocturnos. Cuando volví a abrirlos, todos se habían marchado. El crepúsculo les anunciaba su retirada. Durante el día desaparecían para descansar en sus naves evadiéndose del sol.
A la mañana siguiente decidí caminar por el mismo lugar donde la madre había jugado con su hijo la noche anterior. Quise buscar algún vestigio de la llegada de estos seres a los que les permitíamos hospedarse en nuestro planeta. Mis pisadas seguían el recuerdo de aquel niño escuálido corriendo tras la pelota centelleante, de pronto, un extraño sonido entre los arbustos me sobresaltó. Me aproximé lentamente negándome a mí misma que no debía ir más allá. La curiosidad superó al miedo. Entonces la vi, la pelota extraterrestre enganchada entre ramificaciones, sin luz y sin color, aunque con un atisbo de movilidad. La extraje de su escondite y me la llevé a casa con la intención de devolvérsela a su joven dueño en la próxima noche. Mientras me aproximaba a mi edificio, miré hacia mi ventana preguntándome si me habrían distinguido agazapada la noche anterior. Parecía algo complicado al encontrarse escondida entre las plantas y las arboledas que brotaban del edificio, los encargados de purificar el aire que respiramos. Desde que la construcción de viviendas sostenibles se volvió precisa, además de obligatoria, nuestras vidas se habían convertido en un camino más ameno y cordial, además de más asequible claro. Todas las edificaciones disponían de recolectores de agua y viento, incluyendo también la energía solar. En el techo de uno de los edificios de cada manzana, se ubicaba también una colmena de abejas, que se encargaban de la polinización. Agradecí que no fuera el mío, aunque es inevitable que cada día rondara alguna abeja alrededor de mis ventanas.
Al llegar la noche, me acomodé junto al mirador de la sala, con pelota en mano anhelando volver a ver al pequeño en busca de su juguete. En cuestión de minutos, las luces se apagaron para dar paso a la nueva población. Observaba esos cuerpos delgados y altos hasta que de repente, uno de ellos se apresuró directo hacia el arbusto donde encontré la pelota extraterrestre. Rebuscaba entre la maleza cuando el juguete circular se iluminó y vibró entre mis manos. Me incorporé del sobresalto y en ese mismo instante ese ser me observó con sus grandes ojos desde los arbustos. Mi corazón latía fuerte, era mi primer contacto visual con uno de ellos. Abrí la puerta con delicados movimientos, no quería asustarlo, y salí despacio, observándolo, y con una trémula sonrisa en mi rostro.
- ¿Buscas esto? —le dije con voz temblorosa.Él me devolvió la sonrisa y con una agilidad espeluznante, subió con la ayuda de la vegetación hasta llegar a mi balcón.
- Sí, gracias. Mi hermano lo perdió anoche —contestó mientras cogía la pelota de entre mis manos.- Soy Hanna. ¿Y tú, cómo te llamas? —.
- Me llamo Adrick —dijo haciendo el amago de marchar entre las ramas.
- ¡Espera! ¿Volveremos a vernos? —.
- ¡Claro! —.
Partió hacia un grupo de seres donde un pequeño salió corriendo en busca de su juguete. Mi cuerpo se quedó estremecido e inmóvil, pensando en la piel blanquecina de ese ser y en esos enormes ojos azules que me miraban con tanta ternura. Su voz me resultó agradable y extraña a la vez. Sus ojos carecían de pestañas, y sus labios azulados me atrajeron como nunca antes lo habían logrado unos labios humanos.
Pasó la noche y el día, deseando que pasaran las horas lo más rápido posible para volverlo a ver. Sentía la necesidad de saber de él, conocer su raza, conocerlo a él. Me senté en el mirador y esperé hasta quedarme dormida. Recuerdo estar soñando con el universo y una nave espacial donde me convertía en uno de ellos. De pronto, abrí los ojos, y ahí estaba, observándome de cerca. Pasamos horas hablando, aprendiendo uno del otro. Le pregunté por su planeta, y su rostro entristeció, ya no existía, y la única salvación de su especie era el anochecer en La Tierra. Me explicó cómo en algunos terrenos cavaban grandes espacios para vivir durante el día en un futuro próximo. Y que a cambio de ese terreno, los grandes gobernantes de nuestro mundo, recibirían todos los avances que habían aprendido ellos en su recién desaparecido planeta.
Aquella noche se despidió con un beso, se marchó segundos antes de que brotara el primer rayo de luz. Ahora todos convivimos juntos, nos permiten salir de nuestros edificios a cualquier hora y socializar con ellos.
Hoy, tres de julio de 2173, por fin, han legalizado el matrimonio humanosideral.
No estaría nada mal conocer algo así :)
Bien descrito y mejor narrado.
Saludos Insurgentes