Mi madre era una mujer excepcional. Te hacía reír a carcajadas con un insuperable sentido del humor.
Era pianista. La música era su espina dorsal. Sin imponerme ningún tipo de estilo, le obsesionaba enseñarme a escuchar. Solía llevarme a conciertos. Pero a los 16 años mi adolescencia a flor de piel trataba de zafarse. Esa vez no pude. “Vienes y punto”.
Porque además de divertida pianista inspiradora, mi madre también sabía ser autoritaria.
Tras un preludio orquestal, apareció aquella mujer gorda. Muy gorda. El público bramó. Yo no. Menudo adefesio. Pero cuando empezó a cantar, un alfiler agudo y punzante me atravesó varias veces la frente, el pecho, las piernas, la espalda, las manos e incluso las rodillas. Todos y cada uno de mis sentidos se quedaron enganchados a aquel sonido, que no sólo era de una inmensa hermosura sino que me contaba unas historias que yo comprendía, perfectamente, pese a no entender nada del idioma. Durante una hora, reinas dolientes, jóvenes amantes, mujeres solitarias o levemente asesinas contaron sus vivencias a través de aquella mujer, cuya voz se convirtió desde entonces en el verso continuo de mi vida, en una realidad necesaria, en una presencia que me acompañó, y me acompaña, en cada momento. Me abrió un mundo que exploré con fruición.
El 6 de octubre de 2018, Montserrat Caballé murió. Al oír la noticia, comencé a llorar con amargura. Pese a que llevaba años sin cantar, solo necesitaba que estuviera ahí. Nunca creí que pudiera morirse. Pero lo hizo. Y el 25 de mayo de 2020 se murió Mency, mi madre, con 87 años. Esa mañana fui consciente que sin ellas me quedaba solo. Con una soledad pegajosa que nunca más me abandonaría. Volví a ser aquel adolescente de 16 años, ahogado por las lágrimas.
Pero esta vez no era una pose.
Me ha encantado la delicadeza empleada.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes.