Nunca creí en leyendas tontas… porque eso eran para mí: tontas, ridículas, falacias que te arrastran hacia la credulidad. El caso es que Marta, aferrada a esa fe que yo tanto rechazaba, me hizo escalar hasta lo más alto de esa montaña. Hacía frío, por suerte, y la caminata se hizo más llevadera.
Desde el primer paso hasta casi el final solo escuchó quejas por mi parte … porque yo no creía en leyendas tontas, repito.
-¿Te quieres callar ya? -inquirió con una mala leche que no conocía en ella. -Mi abuelo no habría mentido con algo así y, mucho menos, a punto de morir.
Y me callé, pero seguía creyendo que íbamos en dirección al más vertiginoso precipicio, a la muerte, incluso. Dejé de mirar hacia atrás y, cuando quedaba el último tramo, algunas piedras comenzaron a rodar desde la cumbre como si una fuerza mayor las derribara con el único objetivo de espantarnos.
A mí, desde luego, me espantaron. Sin embargo, Marta tiró de mi brazo, envalentonada, y me obligó a continuar hasta pisar el pico de esa montaña. Y lo hice, temblando, pero lo hice.
Fue entonces cuando descubrimos un lugar nebuloso, un ligero aire por la atmósfera nos erizó la piel. Y, lejos de voces divinas que nos gritaran disparates, vislumbramos la naturaleza de alta montaña.
Los ojos verdes de Marta se apagaron. Posé mi mano sobre su hombro y lo acaricié con todo el amor que habitaba en mí por ella.
-Tu abuelo no te mintió -susurré. -Quizá fue un delirio por su Alzheimer.
Yo no creo en leyendas tontas, pero por ella escalo hasta el mismísimo Everest.
Muy bonito