Mi amor, mi verdugo. Mi inspiración, decapitada; mis sueños, rotos; mi amor propio, ultrajado. Cada día, cada hora, y cada minuto de ella me pregunto, ¿soy culpable? Pero mi léxico ha perdido su espíritu, y el vocabulario que antaño tan bien dominaba se me escapa entre los dedos, riéndose de mí. Lo que antes se unía a mis días mediante una ejecución perfecta, ahora me es ajeno.
Nada me alivia. La actualidad no me alivia, el presente tampoco, ni los amigos, ni la mejor comida (insípida). Tus licores, algo. Este desasosiego constante solo desaparece si pierdo el conocimiento. Pero tengo que comer, tengo que intentarlo. Otro café, otra hoja emborronada, otra vez la rabia seca me inunda la boca: sabe a miedo y a fracaso.
No es la primera vez que esto me ocurre, ni soy la primera. Pero lejos de aceptarlo, y en contra de mi propia experiencia, todos mis esfuerzos se dirigen a repasar, una y otra vez, todo lo que salió de nuestras bocas. Es patético, infinitamente ridículo, pero tengo la esperanza de encontrar un asunto que matizar, un escollo salvable, una palabra inexacta. Pero ahí estabas, sentado, asintiendo a todo lo que yo decía (mi peor pesadilla). Sin resistencias, nuestra conversación parecía el fruto lógico del consenso. Y yo que esperaba que te revolvieras como un animal, me encontré delante de unos ojos apagados que no iban a discutir nunca más.
No he sido capaz de abrir un libro desde que te fuiste. Por trabajo ha imperado el deber, pero por placer no he podido. Lo abro y te veo entre las páginas, inquisitivo, y vuelven a empezar las conversaciones. Más bien monólogos, porque no estás ahí ni me escuchas. Ni querrías.
El dolor es normal, con el tiempo se atenúa, te vuelve a saber a algo la comida, y poco a poco una hace las paces con el mundo. Pero este sitio a mi conciencia se está haciendo demasiado largo. Escribo como un ariete, a embestidas, cada cual más fútil y patética. Pasa un día, y escribo un artículo sobre los Juegos Olímpicos de Tokio, y otro sobre la melancolía de Madrid en agosto. Pero no soy yo ni son mis palabras; siento que me he vendido para comer, que alguien ha suplantado mis manos y escribe con una contención despreciable. La realidad es que solo tengo palabras para ti, para nosotros, para la vida que me había imaginado siempre a tu lado. No puedo soportarlo. No sé a qué narrativa autocomplaciente y absurda acogerme para salir de ésta.
Paradójicamente, siempre he creído que cuando menos nos aman y más triste se nos antoja el mundo, más nos podemos acercar a la dicción perfecta, a la palabra adecuada, al texto más bello. Sin embargo, esta desazón, lejos de inspirarme a grandes historias, me torea como quiere. Mi ímpetu me ha abandonado. Leo textos antiguos entre lágrimas, y solo veo tu corazón noble entre palabra y palabra, tu infinita paciencia, tu visión del mundo.
El tiempo, como siempre, en algún momento me concederá una tregua. Pese a lo irreversible de tu partida, esperaré a que la parte de mí que cercenaste al cerrar la puerta vuelva a crecer; volviendo a mí las palabras que describen un mundo del que ya no formas parte.