Te escribí en la nota que vinieras a las cinco, en la cima mas alta del Aneto a la que se podía llegar a pie.
Cuando vi que no estabas, tuve un mal pálpito. Tu familia nunca vería nuestra relación con buenos ojos. Lo sospechaban, ¿tu hijo de un conde y yo hija de una curandera? lo nuestro no podía ser.
No podía evitar el calor de mis mejillas, cuando tu mirada se cruzaba con la mía.
Soñando despierta, llegaste por la espalda, podía sentirte, antes de que me abrazaras. Me susurraste al oído palabras bonitas, allí en lo más alto del Aneto.
Empezaste a contarme, que debías mañana marchar. Viajarías a Francia con tu padre por temas familiares.
Me besaste, entre un lio de tus brazos y los míos tendidos en la hierba observamos la nubes pasar, atardeció y nos marchamos cada uno por un lado. Al llegar a casa, tuve la sensación que sería la última vez que te vería. Cuando leas esto verás que estaba en lo cierto.
Todas las tardes, subía al enclave desde allí se podía ver el camino por el que venías.
Tras veinte días de no verte, fui al mercado y te vi de lejos agarrado a una señora rubia, guapa con piel de porcelana. Cómo podía ser, ese no eras tú, mi Marc.
Empezó el murmullo de las criadas, de que era tu prometida y venía para casaros.
Mi mundo se volvió negro, corrí a casa, cogí papel y pluma. Me despedí, les dije que salía un momento que había dejado algo olvidado en el mercado.
Corrí cuanto más ligero podía, subí a nuestra roca, esa donde nos veíamos. Te escribí esta carta que te dejo aquí antes de tirarme hacía el cielo.
Sin ti, no puedo existir.
Siempre tuya, Margarit.

