Doce años de convivencia había dado para mucho. El aburrimiento, la desidia había ido desgastando aquella relación.
Rebeca huyó de todo aquello buscando llenar ese vacío con algo más que palabras y buenas intenciones. Cogió la maleta y se marchó en busca de sí misma a casa de sus abuelos, en plena montaña. La primavera acababa de comenzar, sin embargo la lluvia había hecho acto de presencia y las densas nubes no dejaban ver el verde manto que se extendía a sus pies. Las llamas del fuego se movían produciendo una tranquilizadora melodía que rompía con el silencio.
Al fin un rayo de sol atravesó aquellas viejas lamas de madera y decidió ponerse las botas de montaña y salir a pisar charcos. Tomó la estrecha senda de donde arrancaba el arco iris y decidió ir en su busca. Un "hilillo" de agua corría todavía entre las envejecidas piedras. Amarillos y lilas destacaban como lunares sobre la verde hierba que bordeaba aquel camino. Al final llegó a su destino: la Fuensomera. Aquella ladera donde el agua emanaba de la tierra comenzaba la vida de la pequeña aldea. El silencio solo era interrumpido por el canto de los madrugadores pájaros. Decidió seguir caminando mientras sus pies quedaban atrapados por el agua y el barro. De pronto oyó un ruido, las ramas secas de los pinos se quebraban, las encinas y los enebros se movían detrás de ella. Se asustó y en un intento de salir corriendo de aquel barrizal su cuerpo se balanceo. Unos fuertes brazos la atraparon. Allí estaba él, su amigo de la infancia. Aquel rubio de pelo rizado que la acosaba en la niñez y del que huía. Aquel adolescente de ojos negros que siempre la esperó. Ella lo miró y en sus pupilas se encontró a sí misma.
El final pone en marcha el pensamiento.
Saludos Insurgentes