Al recorrer mi biblioteca, a muchos les parecerá curiosa mi obsesión por un libro: «Poemas» de Tomás Villaitodo. No entenderán mi necesidad de comprar cada edición o de empapelar mis paredes con los versos del poeta, fusilado en 1938 a las afueras del pueblo donde nací.
Sí, fuimos juntos a la escuela. Aprendimos a leer, a escribir y nos interesamos por las letras de escritores revolucionarios. Tuvimos el mismo maestro, reímos con los mismos chistes y escribimos versos en el mismo cuaderno. Soñábamos despiertos a la orilla del río.
En casa de Tomás había centenares de libros. Hacíamos los deberes y merendábamos. Cierro los ojos y aún puedo saborear la onza de chocolate sobre pan tostado. Pero lo que más recuerdo son los libros. Los recorría cuidadosamente con la punta de los dedos. Los abría y los devolvía a su lugar cuando su señor padre se acercaba, aunque en su rostro jamás vi reproche.
Nunca supe lo que era tener tanta sabiduría al alcance de la mano. Por eso, imagino, a Tomás le resultó más fácil escribir. Jugaba con las metáforas, sus palabras navegaban entre hipérboles. Hacía uso con maestría de la aliteración y abusaba de las anáforas, a la vez que las convertía en su sello de identidad. O algo así es lo que dicen los libros de texto sobre su literatura.
Yo, sin embargo, apenas conseguía que mis versos rimaran. Escribía del mismo modo en el que hablaba la gente del pueblo. Aquí faltaba una sílaba y allá sobraba una palabra mal dicha que le había escuchado al cartero.
Al final, los poemas de Tomás se publicaron en los diarios y los muchachos escribían sus estrofillas en los bordes de los libros.
Entonces, llegó aquel hombre de espíritu oscuro y se instaló entre nosotros. A veces aún dudo en si se marchó del todo. Sus ojos pequeños y estúpidos se dirigieron a Tomás. En concreto, a una torpe sátira que hablaba de hombres pusilánimes con voz de grillo: «El hombre minúsculo».
No era el estilo de Villaitodo, pero había salido de las páginas de su cuaderno. Y Tomás no dijo nada. Lo iban a fusilar de todos modos. Recuerdo esconderme tras el tronco de un olivo para verlo: alzando el puño en alto, gritando ¡viva la libertad! Su sangre salpicando el muro de piedra del cementerio.
Nadie sabe por qué conservo cada retazo de obra de mi amigo muerto.
Muchas veces soñé que caminé a su lado, le di la mano, alcé el puño y perdí la vida junto aquella tapia. Y otras veces creo que, en realidad, lo hice. Durante décadas, su nombre apareció bajo los versos de mi insulsa sátira. Pero hoy ya soy viejo, pronto cerraré los ojos por última vez. Caminaré hasta encontrarme de nuevo con Tomás Villaitodo.
Prestarle mis palabras me salvó la vida, le hizo inmortal y mitigó mi culpa. Así que no es necesario que los libros cambien su nombre por el mío. Tan solo recordadme junto a él.
Si las tapias de los cementerios hablaran...🥲
Es un placer verte de nuevo por estos lares💪
Saludos Insurgentes
Me ha gustado mucho :)