«Ave fénix»

Dicen que un trauma es como un felino hambriento. Espera pacientemente a que el cerebro se adormezca y, cuando su instinto le dicta que ha llegado el momento oportuno, asesta un zarpazo letal a la presa con sus afiladas garras. Quizá por eso nunca reuní el valor suficiente para darle la vuelta. El retrato reposaba allí, en el lugar de siempre, orientado a la pared, como si todos mis fantasmas se escondieran al otro lado del tabique.

De alguna forma, así era. Los detalles de la escena inmortalizada se proyectaban en mi mente sin necesidad de sostener la fotografía. Hacía un día espléndido. Un cielo límpido se desplegaba sobre nuestras cabezas, pero los dos estábamos demasiado ocupados sonriendo al objetivo. Yo le rodeaba los hombros con el brazo y ella me agarraba por la cintura. Mi entusiasmo era genuino si ella se hallaba a mi lado. Y no necesitaba mirarla de soslayo para comprobar que el suyo también.

Su pelo flamígero latía como los rescoldos aún crepitantes de una hoguera. Sus ojos color trébol me recordaban que en ellos solo podía encontrar la suerte. Fue la última vez que sus pupilas despidieron aquel brillo. De la noche a la mañana, un manto gris la envolvió, la ardiente llama que irradiaba su personalidad comenzó a temblar inexorablemente...Hasta que se apagó. Fue ella misma la que permitió a la oscuridad instalarse.

Media docena de pastillas de paroxetina se convirtió en su verdugo cuando tan solo contaba diecisiete primaveras. El gélido viento del invierno se llevó su recuerdo, y con él, volaron también las cenizas de su corazón. Hoy, después de cinco años de la tragedia, aún confío en que, allá donde esté, logrará resurgir de ellas como el ave fénix que siempre fue.

Y el único al que de verdad quise.