A veces, en ofuscadas noches de insomnio, bajo a la calle, por si te encuentro. Porque de tanto pensar en ti, o más bien, de tanto pensar en tu ausencia, he de pasear por donde tus pasos quizás un día acontecieron. De esta manera me consuelo, siguiendo rutas callejeras que tú posiblemente realizaste, y te sueño más cercana; incluso me parece oler tu fragancia al pisar donde tú pisaste, esa fragancia tan familiar de lejanía y vaguedad.
El único problema es que bajo a la calle a la medianoche; no es un problema, ciertamente, por cuanto las aceras despejadas hacen más fácil el imaginar tu presencia. Pero entiendo que no son las horas habituales para dar una vuelta. Es una pulsión, y no lo puedo evitar, con lo que, si la noche me convoca, acudo solícito a soñarte una vez más. Es en las calles de la medianoche donde te sueño con pasmosa facilidad. Tras cada esquina creo verte, ya sea de espaldas a mí, o de perfil. No apareces jamás frente a mí, todavía no sé intuir las facciones de tu rostro. Tu cabello suelto entre tus omoplatos, tu andar pausado y con determinación, tu perfil sereno, con tu pelo ocultando parcialmente tu rostro.
La luna de la medianoche exhala una atmósfera especial para los soñadores, y el manto estrellado conforma una suerte de recia techumbre que nos permite, a los ilusos soñadores, creer que ella va a aparecer. Que esta noche sí vas a aparecer y yo podré por fin olvidarme de mi soledad y de mis tribulaciones.
Solo en la medianoche, pues, me aventuro con la fe incierta del poeta, en que el encuentro va a ser una realidad. Y a través de ese ilusorio planteamiento, que durante el día lo encuentro irreal, me envalentono lo suficiente como para lanzarme a las calles solitarias, ya sea con frío, con calor, con lluvia o con la tibieza de octubre o marzo.
Y durante mi recorrido, convencido de mis posibilidades, hago mías las constelaciones que se dibujan en la pizarra oscura del firmamento, entrando en una especial comunión con ese orden desordenado y su entropía. Y pletórico de esperanzas, entiendo que la luna, en cualquiera de sus habituales conformaciones, me pertenece únicamente a mí, por el mero hecho de caminar solo en la medianoche con la ilusión lírica de tropezarme contigo. Y creo que mis pensamientos nocturnos son recogidos con agrado por su argéntica esencia y no se olvidan en el vacío de la nada.
Asimismo, si la noche es lluviosa, mis ensoñaciones me llevan a asimilar que cada gota derramada, cada una de ellas, me embadurna del aliento del cielo, el que que precisamente necesito en mis momentos más solitarios; como si cada una de esas gotas que cae sobre mí fuera una nota musical en el contexto de un suave chaparrón sinfónico, que hacen que me tambalee ante la fuerza y la belleza de la sensación del contacto musical de la lluvia. Y lejos de sentir fría humedad, percibo el calor que un aguacero de cualquier medianoche me puede proporcionar.
Mis paseos, como un flaneur de la medianoche, invitan a que parezca, más que un soñador, un loco solitario. A lo mejor lo soy. Nadie parece entender que la medianoche me llama, de alguna manera siento su voz nocturna y contundente avisándome de que sólo en su dimensión espacio temporal hallaré refugio para mis soledades, para mis fantasías y para mis anhelos emocionales. Eso es lo que soy, definitivamente me he convertido en un flaneur de la medianoche, cuando las rutinas diurnas han desaparecido de la escena, y la vulgaridad de lo cotidiano ha abandonado su posicionamiento. Es entonces cuando las brumas de la medianoche irrumpen con vigor y tiznan el paisaje de magia y misterio, ingredientes suficientes para aquellos que, reconociendo su influjo y atractivo, se sumergen en sus profundidades con el espíritu de un aventurero sin miedo al fracaso.
Nunca te he encontrado. Nunca apareces. No obstante, de momento, si el día ha sido pesado y plomizo, en cuanto oigo las señales horarias de las 12 de la noche, la fe en reconocerte sigue manteniéndose inquebrantable y me encamino hacia tu búsqueda como si fuera un adolescente atribulado. Mis pasos me llevan a un mismo circuito, cercano a mi casa, donde lo único que se altera es la dirección que llevo; esto es, siempre son las mismas calles las que pateo, alternando el sentido en el que recorro las mismas, según mi instinto nocturno, única brújula de la que me fío a esas horas.
Creo que algún día, mejor dicho, alguna medianoche, nos conoceremos. De bruces, prácticamente chocaremos, como dos solitarios que, incapaces de contener esa soledad en su domicilio, salen para mitigarla a través de ensoñaciones juveniles. Nos reconoceremos como lo que somos, dos flaneurs nocturnos, amantes de la medianoche y de sus bondades. Y a lo mejor, tras colocarnos frente a frente bajo la luna y las estrellas, en la soledad del momento, preferiremos seguir solos para siempre, sabiendo que ya nos hemos visto y por tanto, conocemos la existencia del otro y que, a lo mejor, nos volvemos a tropezar en otro momento de nuestras intrincadas soledades. El mantenimiento de esa posibilidad será el motor que nos seguirá impulsando a introducirnos una y otra vez en la medianoche, para volver a vernos en un eterno bucle nocturno.
Me ha encantado!!
Saludos Insurgentes