«El juicio de fuego»
Traición, nunca creí que uno de los míos podría venderme tal vilmente."
Eran las seis de la tarde aproximadamente, Jocelyn permanecía maniatada al mástil de la vara de su sacrificio, debajo de sus pies, una montaña de palos y paja esperaban ser encendidos, para según ellos liberar su alma.
Había estado todo el día allí, expuesta ante los ojos de aquella urbe. Nadie se atrevió a hablar por ella, nadie lo haría, nadie quería terminar sus días convertidos en cenizas.
La habían juzgado mucho antes de ser juzgada, el delito, ser diferente.
Sus grandes ojos verdes, junto con su piel pálida y sus cabellos blancos, la habían llevado a aquella prematura muerte.
Los prejuicios de las gentes, las envidias, y las malas lenguas la habían llevado a aquel inminente destino.
Era la hora, los doce de la inquisición hicieron presencia. Envueltos en unas grandes capas rojas con la cabeza cubierta y con sus rostros apenas imperceptibles rodearon a Jocelyn.
Seis de ellos portaban antorchas, las cuales quedaban intercaladas entre ellos.
Más que un juicio, aquello acontecía un ritual demoníaco, lo cual no quedaba más lejos de la realidad, asesinos hablando en nombre del gran poder.
Uno de ellos con una voz rasgada dijo:
-Jocelyn Price, ¿te arrepientes de tus actos de brujería? Todavía estás a tiempo de salvar tu alma.
Ella levantó su cabeza y mirando fijamente a aquel asesino dijo:
-Son vuestras almas las corruptas.
Sin bacilar, dejó caer su antorcha y enseguida el fuego rodeó el cuerpo de Jocelyn.
Fue entonces cuando empezó con aquellos cánticos. Y mientras más cantaba, más vivo estaba el fuego, las llamas cada vez se hacían más grandes, y ante el asombro de todos la bruja se convirtió en un fénix de fuego y arrasó a cada uno de aquellos individuos, fueron ellos los quemados por sus tantos actos de cobardía, por sus falsos juicios y su falso testimonio en nombre de algún dios.
Esta vez se habían topado con una bruja de verdad, una señora de los elementos, una, servidora de la naturaleza, y tenía total permiso del universo para hacer justicia.
Los hizo arder uno a uno, y dejó un mensaje para que recorriera el mundo. El fin de las persecuciones y los juicios. Las sabías de la naturaleza habían mostrado su verdadero poder, aquel que no habían usado por tiempo, se habían defendido, no ante la ira de dios, sino más bien ante, de nuevo, la maldad de hombre.
Aquello los aplacaria por un tiempo, el tiempo suficiente para olvidarlo, creando mitos y leyendas, una anestesia voluntaria, para justificar todos y cada uno de sus actos, siglo tras siglo desde los albores de la humanidad.
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