«El primer amor. Sentencia: la muerte.»

Y allí estaba yo. Aún en plena juventud. Entre aquel grupo de mujeres. Mientras hacía cola con aquella detestable bandeja azul entre mis manos, la Madre, que era como llamaban a aquella antigua presa, me la tiró de un codazo en el costado al grito de "¡A ver si estamos más atentas, chicas!". Sus secuaces se reían al salir del comedor. "¡Zorra!" pensaba mientras me levantaba y recogía la bandeja.
Al volver a la celda, me tumbé en la litera y cogí una de las fotos de la pared. Mi pobre madre, siempre tan dedicada a la familia, y yo, la oveja negra que le había arruinado la vida. Me llamaba todas las semanas y me contaba historias de mis hermanas y sus nietos. Al principio lloraba desconsoladamente en nuestras conversaciones, ahora era yo la que después de colgar dejaba caer alguna lágrima a escondidas. Pero gracias a que mi crimen había sido cometido en un estado en que la pena de muerte era la pena máxima - la mía -, el sufrimiento no se alargaría ya más de una semana. Antiguamente me hubiesen quemado viva bajo gritos de auxilio. Hoy en día era casi indoloro desvanecerse, pero habría vuelto a enamorarme de aquel chico en esta y todas mis vidas, pasadas o futuras.
Lo sé, era mi alumno y sí, era menor, y yo estaba loca, pero la pureza de lo que tuvimos mientras duró sólo sobreviviría en él mientras durara su adolescencia. Él aprendería la mayor lección de su vida, y quizás mi muerte no habría sido en vano. Quizás.