La sangre, helada, se detuvo en seco, aunque mi corazón no había latido tan rápido jamás. El estómago me ardía y no sabía si reír o llorar. Esos ojos mirándome, no podía ser, ¿cómo iba a estar ahí, en persona, frente a mí?. Me daba igual si mis hijos nos veían, mi cuerpo ya se había lanzado a sus brazos. No sabía a qué había venido, ni de dónde, ni hasta cuándo, pero no me importaba lo más mínimo. Llevaba toda una vida soñando con ese momento, tan segura de que jamás iba a suceder, que nada podía detenerme.
Cuando acordamos nuestro compromiso, lo hicimos sabiendo que nadie se podía enterar. Yo misma tuve mis dudas, porque siendo prácticos, la herencia estaba condicionada a que no me volviera a casar. Pero mis hijos mantenían su parte, y ya eran lo suficientemente mayores como para poder ganarse la vida, y yo no necesitaba más de lo que ya tenía y podía mantener.
En cuanto volviera del viaje, nos casaríamos. Ya estaba casi recuperado de su mala vida, y eso hacía que en el barrio no murmurasen tanto sobre él. Faltaba poco para que pudiéramos ser vistos en público sin temor a las habladurías que tan poco me gustaban, porque eso no favorece a nadie. Y mis hijos ya se estaban acostumbrando a su esporádica presencia en casa. A ver si terminaba de renovarle el vestuario y dejaban de llamarle “el enterrador“.
…
Han pasado ya tres meses, y sigo sin poder dormir. Te echo de menos cada minuto. Perderte otra vez no formaba parte de mis sueños. En ellos, cuando volvías, era para siempre. Allí, tu regreso era un poco distinto, tenía más luz. También eras viudo, pero habías triunfado como escritor, y solo ahogabas tus penas en mares de tinta. Y nuestra historia era comprendida por todos, y envidiada por muchas.
Así es como te quiero seguir recordando, por eso espero que me perdones. Nunca nadie sabrá cómo te fuiste, también será nuestro secreto. Nos vemos al otro lado, que Dios se apiade de nuestras almas.
Saludos Insurgentes
Saludos