Del otoño se dice que es la fiesta del equilibrio, de los contrastes, de la recolección. La cultura popular reúne diferentes tradiciones que celebran los solsticios y los equinoccios. Por eso en el pueblo estos días se preparan para la fiesta. Los campos se han recolectado y los jóvenes han pisado las uvas. Ahora toca alegría y regocijo, dar gracias a dios por tantos bienes y reunirse para festejarlo…
Se me hacían raras estas costumbres porque yo venía de una gran ciudad en la que prima el anonimato y los vínculos de vecindad son inexistentes. Pero mi abuela se hacía muy mayor, por eso vine aquí a principios de verano, decidida a quedarme una temporada. Claro que mi interés se vio reforzado cuando me contaron una leyenda según la cual, durante el equinoccio, las sombras se revelan y tienes la oportunidad de vivir aventuras inolvidables. Primero solté una carcajada. Luego me excusé y pedí perdón por herir la sensibilidad de algunos ante las tradiciones. «Pero yo –les dije- necesito ver para creer». Y aquí estoy.
Los días van pasando serenos, esperando impaciente la famosa festividad, hasta que llegó el esperado día ‘d’. Aquella mañana nos fuimos a un prado y participamos de una comida colectiva. Después me marché a casa a descansar. Y al cabo de un buen rato, cuando pensé que ya estaría todo preparado, me dispuse a salir para conocer lo mejor de la fiesta. Pero el cielo está cubierto de nubes negras a punto de descargar: «No creo que las sombras aparezcan, la lluvia las borrará –pensé en tono burlón-». Me equivoqué. Aunque cayó un chaparrón, el sol lució el resto del día, y aunque yo no hacía más que mirar para un lado y otro, las dichosas sombras no aparecían…
Así transcurrió gran parte de la tarde hasta que, al atardecer, a punto de hacerse de noche y ya decidida a retirarme, convencida de que me habían tomado el pelo, me volví a casa y una vez delante de la puerta una sombra negra se presentó ante mí: sin duda era la sombra de mi abuela que, agachándose, cogió una pequeña rama y escribió en el suelo: «Déjate llevar y sígueme».
Entonces una sensación de escalofrío me recorrió el cuerpo. No podía negar la realidad, ahora la decisión era mía. A mi alrededor la gente corría, saltaba y bailaba a capricho de las sombras que los perseguían. Y sin embargo no había un atisbo de miedo o terror en el ambiente. Así que respiré hondo dispuesta a seguir a mi abuela a donde quiera que decidiera llevarme. Le dije: «vale abuela, aquí me tienes, iré dónde me lleves». Ella extendió los brazos, al tiempo que abría una enorme capa que nos cubrió a las dos y de repente dejé de notar el suelo bajo mis pies. Un instante después aparecimos ante la ventana de una casa, y a través de ella podía ver a un bebé jugando en el regazo de un hombre en el que reconocí a mi padre: «Eres tú unos meses después de nacer y ésta era tu casa». Esbocé una sonrisa que de inmediato se borró cuando comprobé que mi sombra y la de mi padre campaban a sus anchas por aquella estancia. «Tu madre no quiso que vivir aquí, porque no tenía sombra».
Entonces me di cuenta de que aquella casa era la de mi abuela, la misma en que ahora vivía. Ella, como intuyendo mi pensamiento me dijo: «Sí. Esta era mi casa y tú te quedaste conmigo unos años». Entonces abrió la puerta. Entramos y me condujo hacia un sótano que yo no sabía que existía. Cuando llegamos y encendió la luz, descubrí una enorme mesa llena de tubos de ensayos y probetas burbujeantes que exhalaban una especie de humo blanco. Detrás, una estantería llena de material químico, botes, botellas, tarros varios. Y entonces me oí decir: «¿Eras una bruja?» «¡Jajaja! Mejor aún -me contestó- esto que ves es alquimia pura. Sus saberes fueron conservados por mis antepasados y transmitidos de generación en generación. No buscamos la piedra filosofal sino cómo curar el cuerpo y tranquilizar el alma, proporcionando paz y bienestar a nuestros seres queridos y a nuestros vecinos. Y tú y tu sombra fuisteis elegidas durante la niñez para continuar la labor de tus ancestros. ¿Aceptas el reto?». Y llevada por la emoción dije que sí. Entonces abrió un grueso libro que permanecía apoyado sobre un atril, buscó entre las páginas empolvadas hasta que llegó al juramento: «Levanta tu mano izquierda, la del corazón, y repite conmigo…». Pero yo no podía levantarla por más esfuerzos que hacía. Tiraba y tiraba para alzarla, sentí un extraño olor y algo flácido y blando parecía pegado a mi cara…
De repente abrí los ojos y me encontré cara a cara con mi perra que estaba sobre mí lamiéndome, al tiempo que mi abuela entraba con una bandeja que portaba el desayuno. La abracé fuerte contra mí y le pregunté muy seria: «¿Abuela esta casa tiene sótano?».
©lady_p [courier12.news.blog – Autoficción y Relatos]
El giro final es magnífico!!
Saludos Insurgentes