Nunca olvidaré lo que sucedió aquel día. Como cada mañana, nos despertamos temprano para salir a pasear poco antes de amanecer. Pablo se vistió y me colocó el arnés con el mismo cariño que lo hacía siempre. A continuación, nos dirigimos hacia el ascensor y bajamos al portal. Allí, junto a la puerta, aguardaba una chica, de unos veinticinco años de edad.
Al salir, Pablo y ella se saludaron efusivamente y comenzaron a hablar sobre mí. En un primer momento, intenté no prestar demasiada atención a la conversación pero, poco a poco, el diálogo fue tomando una línea muy delicada, acerca de mí y mi futuro, y empecé a preocuparme. La joven, preguntó a mi dueño qué era lo que quería que hiciesen conmigo cuando me retirasen. Él, agachando la cabeza, no consiguió dar respuesta. Ella, sin inmutarse lo más mínimo, le dijo que todavía tenía tiempo para pensárselo mientras iban educando a un nuevo cachorro.
Aquella noche, apenas pude conciliar el sueño. ¿De verdad me iba a abandonar a mi suerte? ¿Qué iba a ser de mí si él no estaba? Y, ¿qué sería de él sin mí? Habíamos crecido juntos, sufrido juntos, aprendido juntos y, lo que era más importante, habíamos logrado entendernos y querernos el uno al otro. Nuestra historia no podía terminar así. Él lo era todo para mí. Por muy viejo que fuese, él sabía que estaba dispuesto a entregar mi último aliento por ayudarle y protegerle.
Le miré, con mis ojos vidriosos, mientras él trataba de encontrar, con su mirada perdida, los sentimientos que brotaban de mi corazón. A veces pienso que, aquel día, a pesar de su invidencia, Pablo fue capaz de ver mis lágrimas de tristeza y entendió que nuestras vidas solo se separarían tras mi último servicio.
Precioso relato, lleno de ternura y amor incondicional.
Enhorabuena compañero.
Saludos Insurgentes
Saludos.
Ojalá los perros fuesen eternos...