Estiré los dedos de los pies intentando reafirmarme en la tabla de madera y sentí que la soga se me apretaba un poco más alrededor del cuello. Tenía las manos atadas a mi espalda y un saco de fieltro en la cabeza que me picaba. No podía ver nada, pero en mi interior sabía que estaba allí. Lo sentí en medio del público con una sonrisa autosuficiente y recordé el día en que mis sueños se estamparon contra el mismo muro donde me habían apaleado.
- ¡No dejéis que se escape! Maldita bruja, ¡ya verás como ardes en el infierno!
Los golpes iban y venían, y la sangre brotaba de mi nariz y de mi ceja izquierda. Lo alcancé a ver en la puerta de su casa, observando la escena. Nuestras miradas se cruzaron, pero no movió ni un dedo por mí.
- ¡Sálvame! ¡Haz que paren! – grité – ¿Qué te he hecho?
Él no se sintió por aludido, simplemente me ignoró. Uno de los guardias contestó por él.
- Lo curaste de su enfermedad con artes mágicas. ¡Las brujas deben morir! Son creadas por el diablo.
- ¡No! Os equivocáis. Las plantas medicinales no son magia, son terrenales, como nosotros.
- ¡Calla! Yo no soy como tú – me pegó un bofetón.
Las palabras se me atascaron en la garganta, pero las lágrimas empezaron a salir sin control. “Iba a abandonar a mi marido por él y me ha traicionado”, lo miré desengañada, “y yo lo amaba”.
“Yo lo amaba y me traicionó”, volví a pensar, esta vez sin lágrimas. Me rendí a lo inevitable. Oí a alguien gritar, pero no conseguí entender lo que decía. Un tumulto de gente lo vitoreó y, de repente, ya no noté nada en mis pies. Caí al vacío y la soga me estranguló.