La lluvia golpeaba furiosa a nuestro alrededor.
Mis muñecas estaban en carne viva, ocultas bajo los pesados grilletes de hierro. Las aguas rompían contra el acantilado con tal fiereza que me pregunté si alguno de los dioses olvidados estaba tratando de salvarme. Sabía que era inútil. Hacía mucho que no había nadie que molestara por mí.
- Has sido acusada de brujería. – habló uno de los hombres. Empapado como estaba, únicamente parecía una sombra gris, un rostro más destinado al olvido, pero culpable aun así de toda la sangre derramada de las mujeres inocentes.
No la mía. Pero hubo otras.
Yo no era inocente.
Pero ellos no lo sabían. Sino jamás habrían osado.
Sonreí ligeramente. Tres hombres, dos guardias y un campesino. Todos ellos queriendo matarme. Debería sentir miedo, quizás, pero hasta eso me habían quitado.
¿Qué había de aterrador en la muerte? Ella al menos había sido mi aliada y compañera, y jamás me había juzgado. Y eso que ella sí que conocía los oscuros recovecos de mi corazón y podría hacerlo.
- ¿Cómo se declara? – cuestionó.
¿Sabrían ellos qué les habían condenado al traerles aquí? ¿Sabían por qué a mí no me esperaba el fuego o una masa enfurecida de ciegos ignorantes?
- ¿Cambiaría algo mi declaración? – dije suavemente, saboreando las palabras en mi boca, sabiendo que cualquiera podría ser la última.
- Tenemos un testigo.
No oí más. Sentía su odio, y eso era suficiente. Reparé en la inquietud que reinaba entre los hombres ante mi entereza. Sin llantos, sin dolor, solo indiferencia.
Sabía cuál era mi papel.
Así que cuando minutos después fui empujada hacia el acantilado, a lo brazos de mi vieja amiga sonreí, y le pedí ayuda.
Morí, pero lo hice oyendo sus gritos.
Ese era el precio de matar a una verdadera bruja.