—¿Cómo se encuentra esta mañana Mr. Montresor?—
Cada mañana la enfermera Julia, me hace la misma pregunta. Su alegre sonrisa y natural simpatía desentona con el ambiente lúgubre y triste del establecimiento. No contesto, ella tampoco espera ninguna respuesta. Hace ya muchos años que decidí no volver a hablar, las palabras me habían llevado a la situación en la que me encuentro.
Mi archienemigo Fortunato, cuanto lo odié. Esa personalidad altiva, engreída, desposeído del mínimo sentimiento de afecto por nadie. Su manera mordaz y corrosiva de mostrarse en público y humillar de forma fulminante a su adversario. Todo eso hizo que fraguara mi venganza a fuego lento.
Cuando lo conseguí, me sentí poderoso. Poco duró esa dulce sensación, tornándose amarga. Primero llegaron las pesadillas, después el miedo, siempre mirando por encima de mi hombro y sobresaltándome ante cualquier acercamiento humano. Cuando ya no pude más, yo mismo me dirigí a las autoridades a confesar mi crimen. Les conté todo, cómo engañé al triste Fortunato. Cómo le llevé hasta las catatumbas de mi propiedad con la promesa de darle a catar un vino amontillado que recientemente había adquirido. Cómo le encadené y ladrillo a ladrillo le emparedé hasta que dejé de oír sus lamentos.
Cuando las autoridades derribaron la pared que yo levanté, lo único que allí se halló fue un tonel del vino en mal estado. Fui objetivo de burlas y bufonadas durante mucho tiempo. Me convertí en una persona solitaria y desconfiada, compartiendo mis noches de insomnio con la locura. Sin saber si es realidad o locura, que cada primera noche de carnaval, aparezca en mi puerta un nuevo tonel de vino amontillado.
Modesta continuación del relato de Edgar Alan Poe “El tonel de amontillado”
Saludos Insurgentes
Saludos