Había un lugar en aquella casa diferente al resto, una casa repleta de recuerdo, de emociones, sus paredes no tenían ni un solo rescoldo donde no hubiera un cuadro, una foto. Las estanterías estaban repletas de libros, discos, películas, todo un imaginario que no daba lugar al aburrimiento. Todo un sinfín de figuras que recordaban mis viajes pasados o anhelos futuros, era casi imposible concentrarse con aquella decoración excesiva, entregada al barroquismo más absoluto. Pero si, había un lugar en aquella casa diferente al resto, era aquella habitación misteriosa a la que nunca entraba. Sus paredes blancas e inmaculadas invitaban a la meditación y a la lectura, al más absoluto ascetismo intelectual, pero nunca entraba allí. La temía como a la muerte, me aterraba que aquella desnudez invadiera mi mente y olvidara lo aprendido, que mis recuerdos fueran absorbidos y mi memoria borrada.
Pero un día fueron mis sueños los que me llevaron hasta allí, desperté sentado en aquel viejo sillón, el único mueble que había osado instalarse en aquel desierto de sabiduría y entonces comprendí que más allá de mi propia consciencia, también había un lugar diferente, un lugar donde explorar en lo más profundo de mi ser y aprender que el saber más preciado estaba dentro de mí.