Odio los edificios abandonados. O quizás los odiaba. Todas esas vigas, ladrillos y cemento al descubierto han acabado por generar en mí un sentimiento de indiferencia, a pesar de que no me gusten las cosas a medias. Y he de reconocer que sus amplios recovecos, las pocas luces que los rodean y ese característico sonido del viento, meciendo las verdes telas rotas de sus vallas, son una delicia de escenario. Pero no puedo decir lo mismo del día y la hora.
Un sábado por la tarde no puedes molestar a la gente. Lo sabe hasta la tía Paqui, pero parece que estas niñas no. Menos mal que todas somos familia.
Al llegar la última de nosotras, la tía Fernanda, como siempre, la tía Agustina me cuenta lo peor. Los guripis han encontrado uno de nuestros alijos, el que está por la sierra. La tía Margarita y la tía Josefa empiezan a zarandearse como pollos sin cabeza. Y eso me da mucho coraje. Más cuando son ellas las que quisieron meterse en el negocio familiar. Se lo advertí en su momento, pero nunca me hacen caso.
Entonces, voy tranquilizando una a una mientras me aseguro que las maniatadas están cómodas. “No pasa nada”, les digo a todas. Y continúo: “Ya sabíamos que esto iba a pasar algún día. No un sábado por la tarde, pero sí que tenía que pasar. Solo tenemos que cobrarnos esos favores que nos deben. Llenarles los despachos a la pasma de tanta información falsa de otras bandas que no puedan relacionarnos con ninguna. Y en cuanto a vosotras…”
Me giro ante Margarita y Josefa, y les digo: “La familia es lo primero, avariciosas”. Y rompo la madera de debajo de sus pies, para que caigan encima de las ratas. Lo dicho, qué delicia.
