Está oscuro.
Me encuentro echada sobre mí misma, acurrucada, en un esfuerzo de encontrar consuelo, de aislarme, pero puedo sentirlos observándome, murmurando entre ellos ansiosos, llenos de ira, miedo y juicio.
Se hace el silencio, una mano fuerte me agarra del hombro obligándome a levantarme y caminar. No reacciono ante el pasillo que forman, ni sus nuevos murmullos que rápidamente pasan a gritos hacia mi persona, mi atención únicamente en el frente, en el final del camino, en mi final.
Avanzo con lágrimas silenciosas corriendo por mi cara y no me muevo mientras me atan al poste sobre la hoguera, escucho al predicador enumerar mis pecados, brujería, dice.
Soy inocente.
No lo digo.
Afirman que soy seguidora del diablo, que canto al infierno, lo venero. Que creo maldiciones y castigos para el pueblo, que es mi culpa el hambre que tienen, la sequía que nos asola, que mi magia es oscura y traicionera y mi rostro una cruel máscara para mi maldad.
Se equivocan.
No utilizo máscara, no soy la culpable de sus dolores, no hago rituales paganos ni sacrificios. Y mi único crimen es buscar la serenidad de la soledad.
Me sorprende lo callada que me encuentro, como mi cuerpo entumecido parece haber perdido ya la vida, que no expreso mi furia y mi indignación, mi pena y desolación, solo miro, impotente, cómo tiran las antorchas mientras aplauden reivindicados.
Y siento que puedo romperme antes de que las llamas me alcancen, que la tormenta que se desata en mi interior se hará escuchar, que maldeciré sus rostros victoriosos y mi furia liberada les hará temblar de pavor, que mi llanto trágico desgarrará sus almas pues nace de la destrucción de la mía, que lo lamentarán.
Pero ellos ríen y mi espíritu grita, de dolor y fuego.