Juan, para variar, no podía dormir. Tenía la esperanza de que las vacaciones le ayudaran con el insomnio, pero no hubo suerte.
Su psicólogo le había dicho que todo era debido al estrés.
- Deberías tomarte unos días de descanso, delegar algunas responsabilidades y despejarte. Ve a un sitio tranquilo, al campo o a la montaña. Lejos del móvil, del ordenador y de cualquier cosa que te recuerde al trabajo.Juan no tenía claro que eso fuera a funcionar, pero María le convenció.
- Yo creo que nos sentaría bien. Imagina: tú y yo solos en una casita en mitad de la nada. Rodeados de árboles y de silencio.Juan se encogió de hombros y aceptó la propuesta. Si algo bueno tenía trabajar tanto era que, al menos, tenía la estabilidad económica suficiente como para permitirse unos días libres. Además, ser el jefe ayudaba bastante a que nadie le pusiese pegas sobre cuándo o durante cuánto tiempo coger vacaciones. Siempre temía que todo se fuese al traste si él no estaba pendiente de la empresa, pero María le recordó una vez más que “no era tan imprescindible ni tan importante como él se creía”.
Echó un vistazo en unas cuántas páginas de alojamientos turísticos, pero nada le convencía. María le dijo que no se lo pensara tanto, que cogiera cualquier cosa que estuviese lo suficientemente lejos de la civilización, a ser posible, sin nada de cobertura, para que no tuviese opción siquiera de sucumbir a la tentación de usar el teléfono.
Entonces, como si el buscador del móvil le escuchara, le apareció un anuncio sobre una pequeña cabaña en mitad de un frondoso bosque.
Parecía ser lo suficientemente aislado como para no saber absolutamente nada del mundo durante unos cuantos días.
Juan se puso en contacto con el dueño de la casa y pagó un precio que le pareció irrisorio por cuatro días de descanso. El hombre le dijo que las llaves estarían bajo una piedra junto a la entrada y le dio unas cuantas instrucciones sobre el funcionamiento del agua y la electricidad. Le explicó que les dejaría víveres suficientes para su estancia, para que no tuvieran que preocuparse de ir al pueblo más cercano a comprar nada.
A Juan le pareció estupendo y le dio las gracias. Sin embargo, antes de colgar, el dueño de la casa le hizo una recomendación que le extrañó un poco.
- El bosque es precioso de día, pero, si tiene ocasión, le aconsejo salir a verlo de noche. Las estrellas se ven preciosas entre las copas de los árboles y, si hay luna llena, que la habrá este finde semana, el espectáculo es impresionante. No habrá visto una luna tan grande en su vida, se lo aseguro.Juan no tenía mayor interés en salir de paseo al bosque y mucho menos de noche. Lo único que quería hacer por la noche era dormir del tirón. Sin embargo, allí estaba ahora, frente al bosque, sin poder conciliar el sueño.
Intentó dormir, confiando en que de verdad el aislamiento en aquella cabañita fuese terapéutico. Pero, bien pasada la medianoche, vio que sería imposible. Cansado de dar vueltas en la cama, decidió salir a tomar el aire.
No fumaba mucho, solo algún cigarro de vez en cuando y nunca en presencia de María, que no soportaba el olor del tabaco. Pero aquella noche le apeteció de verdad, así que salió al porche de la cabaña, acompañado de un mechero y un cigarro.
Se encendió el cigarro y, como si hubiese un espejo entre los árboles, vio cómo otra llama se encendía frente a él en la oscuridad.
Frunció el ceño y observó la quietud del bosque, pensando que habría sido un reflejo o que se lo habría imaginado. Pero entonces vio la luz de nuevo, esta vez un poco más lejos y más hacia la izquierda. A esa luz le siguió otra, esta vez a la derecha y de nuevo otra y otra.
No tenía ni idea de qué demonios estaba pasando, pero le preocupó que se tratara de un incendio porque, las luces, parecían lenguas de fuego que se encendían y apagaban. Decidió ir a investigar. Si era un incendio, lo mejor sería comprobarlo lo antes posible y salir de allí cuanto antes para pedir ayuda. Bajó los tres escalones de madera de la entrada y echó andar hacia el bosque.
El dueño de la casa, cuyo nombre Juan olvidó nada más colgar, esperaba, bien alejado del bosque, a que todo acabara. Una vez más.
Él y todo el pueblo tenían la responsabilidad de alimentar al bosque. Los árboles, el arroyo, las rocas y la tierra del bosque siempre estaban hambrientos. Ningún animal se atrevía a adentrarse allí. Los pájaros evitaban sobrevolarlo y, si alguno se posaba en algún árbol, jamás volvía a levantar el vuelo.
Y si el bosque no era alimentado, empezaba a crecer en busca de comida.
El dueño o, más bien, el guardián de la cabaña lo había visto con sus propios ojos. Los árboles se movían de noche y empezaban a avanzar hacia los pueblos más cercanos. Inclinaban sus ramas hacia los caminos, buscando cualquier ser que pudieran devorar.
Ni él ni nadie sabía desde cuándo aquel bosque estaba allí ni cómo se hizo el pacto. Solo sabía que, cada tres lunas llenas, los espíritus del bosque empezaban a pedir comida. Lenguas de fuego se relamían entre los árboles, exigiendo alimento.
La única forma de mantener al bosque a raya y evitar que se extendiera, era entregarle almas vivas cuando lo pedía. Los animales no bastaban. El bosque quería almas humanas.
Juan se adentró en el bosque. Y jamás volvió.
María despertó al notar el otro lado de la cama vacío. Se levantó para buscar a Juan y también vio las luces que parpadeaban. Que la llamaban. Y, oyendo su llamada, también fue hacia ellas.
Bienvenida, Irina.
Saludos.
Tenebrosa e intrigante historia, con un final terrorífico!!!
Saludos Insurgentes