Desde la celda podía observar el poste donde diez mujeres, incluyéndome a mí, íbamos a ser atadas e incendiadas en dos días. Todas acusadas de ser brujas. Por desgracia aún me faltaba pasar por el tribunal, está compuesto por cinco jueces donde después de hacerte unas preguntas decidían si eres bruja o no. El final iba a ser el mismo: morir quemada en la plaza atada a un poste. ¿De qué servía que supieran que no era bruja si solo se demostraría una vez muriera?
Los guardias aparecieron al salir los primeros rayos del sol. Me cogieron sin ningún cuidado, como si fuera un trapo. Uno me miró y me ofreció un trozo de pan con moho, parecía lamentar no tener algo más decente que ofrecerme. No le sonreí por miedo a que dijeran que lo había hechizado, pero con un leve movimiento de cabeza le agradecí el detalle. Al acabar ese cuscurro de pan, me di cuenta que habíamos salido del edificio y nos dirigimos a la sala de juicios. Una vez allí, me defendería sin conseguir nada.
Caminaba con la cabeza gacha. Vecinos, amigos, conocidos o simples curiosos abucheaban y decían cosas hirientes. Detrás mío supe que habían otras 3 compañeras de celda, de ahí que tras mi paso los abucheos continuaron. Así pues llegamos al sitio más sucias de lo que estábamos, el edificio donde nos juzgaban tenía muchas ventanas. Dentro de la sala solo había expectación y silencio, no cabía ni un alma. Sin embargo, si mirabas hacia las ventanas no se podía visualizar la calle, la aglomeración de gente que no se quería perder ningún detalle era demasiada como para contarla.
Mis ojos pasearon por la sala y acabaron en mi vil prometido. Me permití sonreírle, como buen brujo supo que pensaba y palideció.