Recuerdo a la perfección el día en que me fui. Sucedió antes de lo que, en principio, estaba establecido. Nunca fui una deportista muy disciplinada. Tenía mis rachas. En ocasiones, salía a correr o aprovechaba los días de sol para refrescarme en el mar y dar unas cuantas brazadas. Ventajas de vivir en una pequeña ciudad costera supongo. Estaba convencida de que tenía poderes curativos. Pura terapia. Salía más relajada y me ayudaba a lidiar con todo aquello que me pesaba. El mundo me había traído demasiadas decepciones. Me habían hecho mucho daño unos y otros. Sobre todo aquellas personas que más me importaban. Justo sucedía cuando era la mejor versión de mí misma. Cuando intentaba hacer las cosas bien. Cuando más honesta y transparente era. Simplemente, no podía entenderlo.
Fue precisamente gracias a otro de mis alardes deportivos que me prohibí tomar el autobús para ir a la oficina y empecé a usar la bicicleta absolutamente para todo. Ya finalizada mi jornada laboral y envuelta en esa constante tristeza que me acompañaba a todas partes, me monté sobre el aparejo de decimoséptima mano que había adquirido días atrás y pedaleé hacia casa sin prestar mucha atención a mi alrededor. No estoy segura de qué sucedió. Quizás no vi el coche o el coche no me vio a mí. La realidad es que, cuando abrí los ojos, todo tenía un color diferente. Exactamente el mismo que predominaba en los negativos de las fotografías que me enseñaba mi padre cuando era pequeña. Me incorporé y pude ver mi cuerpo en el suelo a un lado de la carretera. Considero innecesario entrar en detalles. Me costó entenderlo pero tuve que aceptarlo. ¡Yo que nunca había creído en nada más allá de lo que se puede ver y tocar! El dolor había desaparecido. Incluso el que me afligía el pecho día y noche. Sin saber muy bien qué hacer, incapaz de hacer pie por más que lo intentara, me fui a casa flotando a un palmo del suelo.
Pasaron las semanas. No tenía hambre. Tampoco tenía sueño. No había diferencia entre el día y la noche. Todos los relojes de mi casa señalaban repetidamente la misma hora. Todo tenía un color apagado y tenebroso. Podía identificar la noche asomándome a través de las cortinas. Si no pasaban personas o vehículos, significaba que todos dormían. Así, una noche, decidí salir. El mar siempre me había ayudado y me dirigí a la escondida playa a la que solía acudir cuando estaba más viva que muerta. A medida que me acercaba, un resplandor que sobresalía de mi reciente rutina visual crecía en intensidad. Cuando llegué pude observar un mar resplandeciente, en total calma. Me sumergí poco a poco. Irradiaba energía. Mi cuerpo se llenó de vitalidad. Me hice fluorescente.
Ignoro cuánto tiempo permanecí ahí pero algo me empujó a salir y emprendí la vuelta hacia casa. La luz que emanaba mi cuerpo iluminaba el camino. Ese destello devolvía el color original a todo lo que me rodeaba. A escasos minutos de lo que últimamente se había convertido en mi guarida, vi cómo un humo negro brotaba de la chimenea de uno de los vecinos de mi misma calle. Era tan espeso que parecía sólido. Entré sin dificultad. Las puertas ya no eran un obstáculo. El humo estaba presente en toda la planta aunque no tardé en identificar que la fuente venía del piso de arriba. Subí las escaleras gracias a la iluminación que proporcionaba el fulgor que salía de mí. Llegué a una habitación donde una mujer de aproximadamente 40 años dormía. Parecía que su pecho estuviera partido en dos y todo ese humo saliera de sus entrañas. Extendí mi mano y cubrí con su brillo la herida. Como si de magia se tratara, fui sellándola al mismo tiempo que mi recién adquirida fluorescencia desaparecía. Cuando el humo se esfumó por completo, todo volvió al color de los negativos de mi padre y la luz abandonó por completo mi ser a excepción de tres dedos de mi mano izquierda.
La noche siguiente, no pude evitar repetir mi visita al mar. Ahí estaba. Incandescente. Volví a sumergirme lentamente abrazando esa sensación de vitalidad. Una vez más, la fluorescencia se adueñó de mí y emprendí mi particular viaje de vuelta. En esta ocasión, otra casa despedía ese descontrolado humo negro por una de sus ventanas. Cuando entré, pude observar cómo en ese diminuto y desordenado apartamento dormía un señor de edad avanzada con una herida muy similar a la que encontré la noche anterior. Repetí el proceso. La humareda cesó hasta que su pecho pareció cerrarse con precisión quirúrgica. Perdí mi luz aunque, esta vez, toda mi mano izquierda quedó iluminada. No comprendía qué estaba sucediendo. Únicamente sabía que todas y cada una de las sensaciones experimentadas me encantaban.
La novedad se convirtió en adicción y, cada noche, con rigurosidad, repetía la misma experiencia. Tras sanar las heridas de aquellos desconocidos, el brillo se extendía por otra parte de mi cuerpo cubriendo una mayor superficie. Los diferentes escenarios se iban llenando de luminosidad. El color sepia que parecía envolver todo fue disipándose a medida que pasaban las noches hasta que, literalmente, mi cuerpo se volvió completamente fluorescente. Fue entonces cuando sucedió. Aquella noche, no quedaba una sola parte de mí que no brillara. Hundí mi irradiante cuerpo en el mar y una fuerza sobrehumana explotó dentro de mí desintegrándome en millones de chispas que se adentraron en la absoluta calma del mar formando parte de un todo inexplicable.
Varias lunas pasaron hasta que vi una silueta flotante acercarse a la orilla. Pareció dudar pero, tras unos minutos mirando hacia la inmensidad del mar, hacia mí, se aventuró a lo desconocido. Una desmesurada corriente me llevó hasta ella, haciéndonos chocar y fundiéndonos en uno. La energía era inconmensurable. Al rato, la silueta abandonó el lugar de la misma manera que entró en el mar. Flotando. Sin embargo, esta vez, rebosaba luz. Era fluorescente.
Narración perfecta y originalidad a raudales Mikel!
Enhorabuena!
Saludos Insurgentes
Un saludo.