Las meigas no existen, lo sé. También sé que no tengo que estar aquí, solamente ayudé a una niña en su desgracia. Ella no debía cargar con la infamia y la vergüenza de haber sido violada por su padre y esperar un hijo aborrecido, quedando marcada para siempre en el pueblo. Se lo merecía, dirían a su paso. Solo tiene doce años. No me arrepiento de haberla proporcionado el brebaje que todas conocemos y que interrumpió su preñez.
Tampoco la vieja Úrsula tiene que estar aquí, ella siempre ha socorrido a los vecinos. Les ha cuidado con cocimientos y emplastos. Conoce todas las hierbas buenas del bosque, también las malas, es lógico. Pero Úrsula, se equivocó al curar al párroco. Tenía que haberlo dejado morir como un perro en su jergón. Él ansiaba ser mártir, era lo que gritaba constantemente lleno de pústulas y calenturas. Sin embargo, lo curó. Contra la voluntad divina, limpió sus heridas y con cataplasmas de árnica y aguardiente, consiguió que sanará. Lo primero que hizo ese hijo de Dios tras su curación, fue encerrar a la anciana en esta mazmorra fría y soliviantar al pueblo contra ella y contra mí.
Ahora estamos esperando que vengan para llevarnos a la hoguera que han montado en la plaza, ya nada puede salvarnos, solo esperamos que todo acabe rápido. Se oye ruido de cerraduras, vienen por nosotras. En la semioscuridad, vislumbramos como cae un cuerpo en el suelo de la celda. Silencio. Es otra mujer, una más. Preguntamos los motivos de su condena, simplemente nos dice que es nieta de Elvira, la mujer que quemaron el mes pasado. Nos insiste si queremos salir de allí, si queremos volar lejos, si queremos desvanecernos. Nos miramos, juntamos las manos y repetimos sus palabras: Forzas do ar, terra, mar e lume…