Fuera se hizo la guerra mientras en casa ella y yo continuamos haciendo el humor que nos llevó seguidamente a la habitación.
Y desde dentro, de ella y de la habitación nos olvidamos del exterior.
Incluso me olvidé durante ese momento, que quise hacer eterno, de que al siguiente día yo sería partícipe de una guerra de la que nunca quise serlo, en la que nunca creí.
Una guerra en la que quienes disparan lo hacen desde mansiones siendo ellos quienes deberían morir en el campo de batalla.
Guerra por dinero, petróleo o poder, no por la paz como nos vendieron.
Pero ella y yo no compramos esa mentira.
Lo que hicimos fue bajar a uno de los pocos mercados que se mantenían en pie para comprar vino y tomarlo con música de fondo.
Vino blanco, Yann Tiersen y una tarde en las trincheras.
Una tarde que se hizo mañana y un espejo en el que pude verme llorar.
Un reflejo con el que hablé al que insulté por cobarde y abracé más tarde.
Con el que me puse de acuerdo para hacer lo que nacía en el momento y no lo que tocaba.
No me despedí, salí rápido de casa dando un portazo para llegar unos minutos más tarde con café y desayuno.
Y como si de un día más se tratara desayunamos con música.
Con música de fondo.
Hicimos el amor mientras continuaba esa guerra por la paz, soldados llegaron mientras nosotros llegábamos a lo más alto.
Sonó el timbre, poco después mi nombre, no lo esperaba pero al abrir la puerta encontré dos personas, odiaban el uniforme tanto como las banderas y sin pensarlo ni un instante al ver la situación anotaron baja junto a mi nombre en su listado además de desearnos suerte y un feliz día al marchar.
A medio camino entre Bukowski y el Romanticismo.