Papá y mamá. Esas dos palabras resuenan en mi cabeza como el incesante picoteo de un pájaro carpintero. Ellos las repiten constantemente, pero yo sigo siendo incapaz de articularlas. A veces, por las noches, lo intento con todas mis fuerzas, pero no puedo. Aún no.
Suele ser entonces, de noche, cuando atisbo una sombra alta y un poco borrosa en el umbral de la puerta. Es papá, que viene a darme un beso de buenas noches. Entra tambaleándose, como siempre, y tiene que aferrase a los barrotes de la cuna para no precipitarse al suelo. Hace mucho ruido, pero yo me he acostumbrado y ya no lloro. Sé que papá es así.
Pero hay una cosa con la que no puedo evitar llorar. Cuando se inclina y me estampa con delicadeza sus labios en la frente, algo me hace prorrumpir en un llanto: huele muy mal. Su boca despide un olor asqueroso. No sé lo que es, pero aspiro ese hedor todas las noches e intuyo que algo va mal.
Después, sale corriendo del cuarto y a mis oídos llega el eco de otra voz: la de mamá. No entiendo nada de lo que dice, pero grita muy alto. Me asusto y vuelvo a llorar. Escucho un sonido fuerte, como un portazo. Luego, silencio.
Mamá entra en la habitación, se agacha y me mira con atención. Yo sigo llorando, porque siento que está disgustada. Me coge y me estrecha contra su pecho. Allí hace calor y se está a gusto. Levanto la vista para observarla. Ella también llora, los dos lloramos. Nos pasamos así mucho tiempo, abrazados, mientras nos deshacemos en sollozos.
Finalmente, me deja en la cuna, me arropa y susurra:
—Me da igual lo que digan. Ha merecido la pena.
Sonríe. No la comprendo, pero le devuelvo el gesto. Está feliz. Ahora yo también.